Queridos feligreses:
Hoy conmemoramos en la Parroquia de Nuestra Señora del Olvido Perpetuo el martirio y posterior ascensión al Reino de los Cielos de nuestro patrón, el Niño Silas. En estos días en que aún vibran en los oídos los últimos mugidos, balidos, rebuznos, cloqueos y relinchos de la feria de ganado, nos avenimos todos a un tiempo de recogimiento y reflexión, de introspección de nuestras almas y de balance moral de nuestras conductas durante el año agropecuario que ahora termina. A mí, como párroco vuestro que soy, me la suda, y muy mucho, tanto vuestro comportamiento como los pensamientos e ideas que los suscitan y apuntalan. Es más, si murierais todos del exantema tífico que merecéis, me seguiría dando lo mismo. Ya sé que desde este púlpito que me habéis construido con botes industriales de pintura y argamasa robada no debería deciros estas cosas, pero como no veo ni a una puta rata en la Casa del Señor, ni aun sabiendo que hoy es el día del Santo Patrón, esto me da derecho a deciros lo que me salga de las nalgas. Os llevo observando (siempre desde lejos) más de una década, y habéis conseguido darme todo el asco que se puede dar. Sois dadores de asco, eso es. Es en lo único que sois pródigos, desprendidos y generosos. Como párroco de una feligresía tan asquerosa no me siento feliz, esto es fácil de entender, pero es que además de asquerosos, hermanos míos, sois de una fealdad que abruma y asusta a un orco. Sois de un horripilante que atrofia hasta la última papila sensorial del hipotálamo, y oléis mal, sí, oléis a excremento viejo y reciente a la vez y durante todo el día, a menstruación terminal y a sudores sólidos, oléis a maldad, porque es que además de todo lo anterior poseéis una clase de maldad ancestral, primigenia, emanada directamente del averno. No, no soy nada feliz entre vosotros y comprendo muy bien al Niño Silas, nuestro querido patroncito que, aún nonato, ya sabía lo que se le venía encima y es por ello que prefirió no nacer, no veros nunca y permanecer de modo sempiterno en el útero materno donde desarrolló su apostolado y ejerció su magisterio orgánico rodeado de tiernas y jugosas vísceras, de tenues y comprensivas glándulas y acompañado de los fluidos y secreciones protectores propios de una atmósfera cerrada y dulce. Vosotros, pues, que vagáis desorientados en vuestra propia bazofia existencial y en los albañales de vuestra inconsistencia moral no esperéis de mí lo que no podéis esperar de vuestra inanidad. Moríos entre estertores de pecado bufo e ignominia sanguinaria, entre los regustos amargos de vuestro mal gusto mortecino y, en fin, avasallad lo que queráis mientras un próximo respiro os asegure unos segundos más de vida. Porque yo me voy, os abandono a vuestra mala suerte. No quiero que me salpiquéis cuando estalle el big bang de vuestra infame insania.
Y la misa que la acabe vuestra puta madre.