Me encuentro haciendo un trabajo de campo en la playa de Ochovientos, al sur de la región del Guaraná, algo al norte del paralelo 32, en plena amazonía paraguaya. Pretendo observar y estudiar el ritual de castración de la tribu de los Nabii. Esta tribu se halla en el top 5 de las más primitivas del planeta. La forman tan sólo tres individuos: un hombre, una mujer y otro elemento humano inclasificable de aspecto simiesco durante el crepúsculo y de aspecto anfibio el resto del día.
Y yo me pregunto: si mi padre fue poeta y mi vigor juvenil se encaminó siempre a la poesía, no tanto por imitación del modelo paterno como por un impulso anímico incontrolable, ¿por qué se empeñó mi madre en que estudiara Antropología?, ¿por qué mediante continuos chantajes emocionales consiguió embarcarme en esta absurda ocupación con la que sí, me gano la vida, pero que detesto profundamente?
Los tres Nabii se acercan a la orilla. Otean, no, no otean, olfatean, eso sí, olfatean mi presencia. Arrugo involuntariamente el entrecejo y el escroto. No llevo revólver, pero sí llevo un tirachinas bantú que siempre me acompaña. Tengo miedo, para qué negarlo. La mujer Nabii tiene en su mano una corteza afilada del árbol del ñandú y se inclina para humedecerla en las sucias y oleosas olas. El hombre Nabii lleva un recipiente hecho de hojas del árbol del ñandú. El individuo Nabii poco diferenciado emite una horrísona salmodia mientras se embadurna el rostro con la arena limosa. Los tres continúan olfateando el aire, me huelen sin duda, detectan la presencia ajena que les sume en una incertidumbre que no saben precisar. Pasan los minutos y sus actitudes no varían. Pasan varias horas y sus actitudes no varían. Y aunque estoy protegido y camuflado en una oquedad cubierta de hojarasca, mis tripas resuenan como víboras en celo y hacen que los tres Nabii giren la cabeza hacia el lugar de mi escondite. Aferro el tirachinas con la mano izquierda y busco a tientas con la derecha una piedra de tamaño adecuado. ¿Qué hace un poeta cargando un tirachinas con la firme decisión de matar a un pobre indio amazónico que nada le ha hecho?
En resumidas cuentas y para no alargar mucho la historia: me descubren por el inoportuno ruido de mis tripas, corren hacia mí, disparo mi tirachinas y le hundo el frontal al macho que cae fulminado sobre la arena; la "cosa indiferenciada" se deja caer de bruces ante el cadáver de su congénere llorando al parecer por la irreparable pérdida. La moza Nabii se para en seco estupefacta ante tan trágica escena; se acerca y consuela a "la cosa", pero a su vez le acerca la corteza a un colgajillo que tiene entre las patas o las piernas y de un tajo se lo corta y lo introduce en la cesta hecha con hojas del árbol del ñandú. "La cosa" chilla y berrea (no es para menos), a mí se me vuelve a encoger involuntariamente el escroto; "la cosa" se desangra irremediablemente. Dos muertos en la playa. La Nabii me mira y sonríe, la muy zorra. La Nabii es mona; con una hora y media de pelu y un par de vestiditos de Zara® puede quedar niquelá. Es muy probable que sea el objeto de mi primer poema como profesional y también es muy probable que tampoco le guste a mamá.