Mi espeleólogo de cabecera afirma tener un globus hystericus alojado en su pecho cavernario, algo parecido a un santuario fluctuante lleno de malos presagios y rescoldos de pesadillas, que sube y baja como un ascensor a lo largo de su tráquea, de su esófago. El espeleólogo de cabecera, mi amigo Chimo M., que así se llama, se sienta a veces sobre el alféizar de mi ventana y llora sin medida, porque siente que su pecho va a estallar pronto, que va a quedar colapsado de tanto sube y baja de ese ascensor rebosante de angustia torácica. Me cuenta que a veces lo experimenta como algo tangible, algo que se pudiera coger con la mano, apretarlo, pero nunca soltarlo del engranaje de cables que lo mantiene apresado en el hueco retroesternal. Un psicólogo tabernario amigo suyo fue el que le dijo cómo se llamaba aquello que le pasaba: globus hystericus. Chimo no se tranquilizó con la información, sino que siguió ensimismado y preocupado. Sigue llorando un poco todos los días en el alféizar de mi ventana; cualquier día se va a caer, o se va a arrojar al vacío. Yo lo conmino a que practique su afición, a que se hunda en cuevas inexploradas, en grietas oscuras y tenebrosas escondidas en terrenos desconocidos. Chimo me mira y duda que allí encuentre lo que no encuentra en la superficie. Pero un deje de duda en su triste mirada me dice que piensa que puede que yo tenga razón.
Me he acostumbrado a Chimo, a tenerlo cerca, me causa cierta ternura, aunque su pena ansiosa me contagia el alma de murciélagos inhóspitos y me hace partícipe de su insomnio milenario. No recuerdo cuándo nos hicimos amigos, lo recuerdo siendo los dos unos niños. Él tampoco recuerda cómo nos conocimos.