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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



16.11.11

233. Los pagarés de Judas


          Mi espeleólogo de cabecera afirma tener un globus hystericus alojado en su pecho cavernario, algo parecido a un santuario fluctuante lleno de malos presagios y rescoldos de pesadillas, que sube y baja como un ascensor a lo largo de su tráquea, de su esófago. El espeleólogo de cabecera, mi amigo Chimo M., que así se llama, se sienta a veces sobre el alféizar de mi ventana y llora sin medida, porque siente que su pecho va a estallar pronto, que va a quedar colapsado de tanto sube y baja de ese ascensor rebosante de angustia torácica. Me cuenta que a veces lo experimenta como algo tangible, algo que se pudiera coger con la mano, apretarlo, pero nunca soltarlo del engranaje de cables que lo mantiene apresado en el hueco retroesternal. Un psicólogo tabernario amigo suyo fue el que le dijo cómo se llamaba aquello que le pasaba: globus hystericus. Chimo no se tranquilizó con la información, sino que siguió ensimismado y preocupado. Sigue llorando un poco todos los días en el alféizar de mi ventana; cualquier día se va a caer, o se va a arrojar al vacío. Yo lo conmino a que practique su afición, a que se hunda en cuevas inexploradas, en grietas oscuras y tenebrosas escondidas en terrenos desconocidos. Chimo me mira y duda que allí encuentre lo que no encuentra en la superficie. Pero un deje de duda en su triste mirada me dice que piensa que puede que yo tenga razón.

          Me he acostumbrado a Chimo, a tenerlo cerca, me causa cierta ternura, aunque su pena ansiosa me contagia el alma de murciélagos inhóspitos y me hace partícipe de su insomnio milenario. No recuerdo cuándo nos hicimos amigos, lo recuerdo siendo los dos unos niños. Él tampoco recuerda cómo nos conocimos.