Estimada Manoli:
No te quiero. Lo siento, pero las cosas son como son. No me gusta tu nombre, ni tus dientes, ni tu bolsito verde de felpa, ni tu concepción mariana del hecho cósmico, ni tu pastel de batata, ni la impronta que tu porte deja en los batallones de arqueros, ni la risa agónica de tus hermanas. No me gusta Portugal, Manoli, ni me gusta la barbarie de tus dedos, ni cómo descorchas el chacolí, ni el halo que nimba tu iris de mulata sedienta, ni tu canto de sirena antigua, ni la arrítmica mojiganga de tus nalgas. No me gustas, Manoli. No me gusta el tono de tu queja, ni el quejido de tu tono monocorde, ni tu blusa transparente, ni lo opaco de tu vientre. No me gusta a lo que hueles los lunes de madrugada. No me gusta a lo que sabe el mosto viejo de tus besos, ni me gustan los grosores de tus venas, ni el aire que por ti pasa, ni tus recuerdos futuros; ni siquiera me gusta el piñonate que hacías, ni el sereno tumulto de tus miembros bajo el agua. No me gusta, no; ni tan siquiera tus largas efemérides, tus límites, tus trenzas doradas, los trazos de tu escritura, la miel oscura de tus lágrimas. No te quiero, Manoli; no te quiero y nunca te podré querer.
Lo cual no quita para que tramitemos juntos el expediente de dominio y podamos quedarnos con la alquería de tu padre, con vista a la creación de un centro de explotación agropecuaria que intentaríamos subvencionase la Consejería de Agricultura y Pesca, siempre y cuando presentemos un proyecto coherente en cuanto a sostenibilidad medioambiental, adecuación presupuestaria y objetivos mensurables, todo ello, claro está, con vistas al desarrollo socio-económico de la zona y su entorno.
Siempre tuyo, Manolito.