Es indudable que ya no doy más de sí. A mis cincuenta y pico de años ya no seré más de lo que soy. Si acaso cada vez seré menos de lo que soy. Me miro en el pomo bruñido de la puerta de mi despacho (nunca me miro en los espejos) y me veo cada vez más convexo, con la frente más pronunciada, con un tono de cara más cobrizo, con un aspecto cada vez más evidente de llamarme Eliseo y trabajar por cuenta ajena para alguna empresa licorera de Alicante. No conseguí dar el salto, no obtuve el beneficio que otorga el contacto con los tiempos adecuados y los lugares idóneos, no me ungí con los balsámicos afeites de la amistad adecuada ni con los sobrios ungüentos de la oportunidad, la adulación o el descaro propiciatorio. Y ya es tarde para casi todo lo que se puede asir de manera segura y duradera. Ya no sirve mirar hacia arriba sino es para mensurar diferencias imposibles de salvar. La lista de cosas que no tendré es extensa, prolija, escarnecedoramente acumulativa.
Todo esto es absolutamente cierto.
Tengo cincuenta y cuatro años. Poseo una inteligencia que se va adaptando cada día a unas circunstancias complicadas, adversas y retadoras, pero que en una atmósfera de prudente silencio las voy superando sin derramar demasiada sangre. A veces me reconozco en alguna luna de escaparate y me sonrío como si el personaje que me mira fuera alguien con el que me gustaría entablar ciertos lazos de amistad. Incluso últimamente me gusta mi nombre y la firma que lo suscribe. He conseguido en la vida mucho más de lo que consigue la inmensa mayoría de mis congéneres sin necesidad de nadie, ni de sus bendiciones ni de sus hipotéticos apoyos. También, en ciertas noches calurosas, me creo con las fuerzas suficientes de subir escalas diferentes de las habituales, y que conducen a ciertos estados de libre felicidad. Si mido la extensión de mis posesiones obtengo una cifra muy superior a la que obtengo si cuantifico mis carencias.
Todo esto es también absolutamente cierto.