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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



27.1.20

455. El bulevar de los huevos rotos


          Dentro de mi computadora IBM POP-3355 existe un enjambre de osos terminales que ejecutan procesos de manera melosa y lenta. Es una computadora antigua, de tecnología poco más que de base binaria, de cibernética ya obsoleta y cuya integración de circuitos es básica, muy básica, de apenas 0,5 ÑAM. Mi computadora es una KK vintage muy codiciada por coleccionistas de todo el mundo. Los osos están todavía funcionantes, operativos, pero ivernan más de lo debido y huelen a goma vieja y gruñen de manera asaz horrísona. En vez de pantalla, ésta mi computadora venía de serie con un pizarrín estroboscópico y una tiza de grafito noble. El cableado, un avance muy novedoso en la época, es de cartón rudo laminado y reforzado con nudos de bambú. La impresora, que se vendía aparte, es a pedal y de impregnación a gota, eficiente como las modernas, pero más sucia y sumamente ruidosa. Ya he descrito el estado terminal en que se encuentran los osos, aunque los osos en general, ya es sabido, siempre se hallan en ese estado de languidez muy semejante al que presentan ciertos enfermos moribundos. De este modelo sólo se fabricaron cien unidades debido a la escasez de osos en el sur de California. Se importaron varias docenas desde Alaska, pero al final los costos hicieron inviable la masiva producción que en un principio se pensó desarrollar. Los experimentos informáticos con mofetas, hurones y nutrias, especies abundantes en los alrededores de Silicon Valley, no dieron los resultados esperados. El modelo posterior, el IBM PostPOP-3336, llevaba adaptado en la placa base el primer lirón manipulado genéticamente, del que los bioinformáticos obtuvieron y extrajeron las células madre necesarias para el futuro desarrollo de la producción industrial en cadena. Desde estos laboriosos comienzos la zooinformática ha evolucionado velozmente hasta nuestros días, en que la mosca común (Musca domestica) es la base biológica de las actuales supercomputadoras. 
          Pero yo sigo echando mucho de menos a los osos, esos grandullones de gruesa bondad, esos quiméricos peluches de acción retardada, de atónita presteza pescando salmones al vuelo, tan amenazantes como asustadizos, tan tiernos como feroces, tan literarios ellos como el tigre de Bengala o la ballena blanca. 
          Dejé de utilizar hace años los ordenadores personales y me dedico desde entonces al fomento del recuerdo efímero que no consta en archivo alguno, al invento de imposibles alegorías que olvido al instante pero que me hacen feliz en ese instante, al desarrollo de iconoclastas aporías que no hacen mal a nadie porque nada queda en el aire que me acoge. Alzo vuelos con las pompas de jabón que se quiebran entre las tuyas del jardín y me regodeo de risa contemplando las estúpidas arañas del establo. Entre el olor a paja seca y bosta antigua, entre el cacareo de gallinas y el piafar de los caballos, aquí en este solaz alejado de la urbe, no necesito más que el aliento vital que me conmueva lo suficiente para intuir los códigos que sustentan los misteriosos archivos de Dios.

25.1.20

454. Yo nací en Mendocino


          El hotel olía a moho. Todo el hotel. Tanto olía a moho, que desde entonces (hace treinta años de los hechos) el moho, a contrario sensu, me huele siempre a hotel. Pido, por ejemplo, un mojicón en la confitería de Régula y observo que en su parte inferior refulge una zona entre verde y azul impropia de cualquier mojicón fresco que se precie; huelo entonces la zona coloreada con cierta inquietud y, efectivamente huele a moho que tira de espaldas; bueno, pues a mí a lo que me huele es a hotel, lo que favorece que ingiera el pastelillo con sumo agrado y fruición (me encantan los hoteles) y que incluso pida me envuelvan media docenita para llevársela a Lourditas, que, aunque diabética la pobre, gusta de fruslerías y confites.
          El ascensor del hotel era de palo santo y filigrana de latón bruñido. El ascensorista era un letón fornido, barbado y de nombre Jouzapas. Él fue el que pulsó el botón luminoso del sexto piso. Al llegar nos despidió con un efusivo "¡ardievas!", que en letón significa "adiós". Nosotros le sonreímos. Nosotros éramos mis cuatro hermanos y yo. Los nombres de mis hermanos son irrelevantes, sobre todo el del benjamín, que se llama Zigor.
          A los cuatro les puse el esquijama y les administré una cucharada de Calcio 20. Yo, a mí mismo, me administré un supositorio C-3 y me dirigí a mi suite júnior. 
          La tragedia estaba a punto de estallar.
          Mientras disponía en el secreter los útiles de escritura para comenzar la misiva diaria a Lourditas la tierra comenzó a temblar. Un ruido ensordecedor me ensordeció con una lógica aplastante, tan aplastante como la acción del techo al desplomarse sobre mí. Ensordecido y aplastado y oliendo a moho de manera desaforada me fui convenciendo de que ya no culminaría la carta a Lourditas, ya nunca más pondría a mis hermanos el esquijama ni les daría más Calcio 20, ya nunca más le compraría mojicones a Doña Régula, se acabaron para siempre mis supositorios C-3 y a Jouzapas ya nunca más le oiría decir ¡ardievas!
          Mis hermanos murieron todos. Jouzapas, lo mismo. A mí me salvaron in extremis las hermanas del Crédito Rural que tenían su asamblea anual en la Sala Excelsior del hotel. 
          Quedé incapacitado de medio cuerpo hacia abajo, hacia los pies. Me lo hago todo encima, no ando y de las prácticas coitales ni hablamos. 
          Lourditas me abandonó de momento, la comprendo a la muy puta.
          Sigo gustando de los establecimientos de hostelería, aunque ya voy poco a los hoteles, las hermanas Crediticias me tiene confortablemente vigilado en este asilo rural, donde me guardan los medrugos de pan viejo que saben tanto me gustan, cuanto más verdes mejor. Los huelo con placer porque siento cómo me transportan con sus mohosos aromas a hoteles de ensueño con ascensores infinitos y ascensoristas letones, con alfombrados pasillos donde bailan mis hermanos luciendo sus esquijamas de fiesta y brindando alegres con relucientes copas de Calcio 20.

23.1.20

453. Un gobrierno pogresista


          Cuanto más leo más abjuro de lo que escribo. Por la ventana asoma una luz que nace en una mañana cualquiera de enero, una luz que da miedo porque insiste en recordarme los momentos inhóspitos del pasado. Cuántas veces no habré leído las sensaciones expresadas por el autor ante la luz que penetra en su habitación, pero mostradas con la profundidad necesaria y la lógica implacable de la idea subyacente, que con sublimidad inherente a su talento nos expone en límpidas frases y sencilla belleza. La luz que se infiltra en el autor no difiere de la que se infiltra en mí. Pero a diferencia de aquélla, la luz que me atraviesa no dispara el subsecuente hecho creativo que sí genera en el escritor admirado. Un simple recuerdo—un trozo de magdalena mojado en té—le sirvió a Proust para culminar su magna obra "A la recherche du temps perdu", obra que teje un infinito entramado de recuerdos superpuestos más tupido que la propia vida, en un constante movimiento perpetuo que va generando estructuras de pensamientos e ideas enlazados unos a otros por esa sustancia inerme que constituye el talento literario. La luz de esta mañana me produce sensaciones, me trae recuerdos, alguna que otra emoción antigua, pero no me deja el sustrato necesario para desarrollar el relato que satisficiera mi propensión a escribir. Tras esta luminosidad mortecina que avanza por un día plomizo de un enero que no acaba, debería esa parte de mi cerebro—creo que se llama hipocampo—generar una continuación ya fuera recordada, imaginada o inventada que enlazara aquella luz con un suceso real o ficticio, es decir, me hiciera abrir las puertas de la narración, ese paraíso de mentiras verdaderas y verdades falaces que tan felices nos hace o tan útil nos resulta para sobrellevar la feroz rutina de esta vida. 

          Lo seguiré intentando:

          En un intento de acabar con mi vida en esta mañana de un enero atroz de nostalgias, la luz mortal del amanecer me apuñala en la desprevenida duermevela de la aurora. La noche me ha dejado sumido en un amargo sudor de insomnio y el desierto de la garganta me hace levantarme para apurar los dos dedos de whisky que aún quedan en la botella. Enciendo un cigarrillo y repaso mentalmente todos los pormenores del plan. Me visto, no me afeito y compruebo que la seis balas del tambor de mi revólver se hallan dispuestas ordenadamente en sus nichos de muerte. Salgo a la calle que me recibe con puñales helados dispersos en un viento que augura la nieve. De camino al café me cruzo con una mujer joven que va llorando emborronando de rímel unos ojos que intuyo de un azul claro...

18.1.20

452. Fotomatonismo


          Sigo con los dedos índice y corazón, dando golpecitos sobre el hule de la mesa de la cocina, los sones luminarios de la kora de Toumani Diabaté. La kora es un instrumento de cuerda de origen malinés o senegalés o gambiano, qué más da. Tengo a Toumani frente a mí. Es un negro fibroso y grande, con rasgos menos pronunciados que etéreamente definidos, es decir, sus rasgos dibujan ancestrales rasgos de carácter tribal sin arrostrar visiones o pensamientos soberbios o poderosos. Sorbe el café que le preparo con deleitosos ruiditos labiales y una sonrisa de beatitud oscura que opaca la atmósfera de la cocina. Los sonidos de la kora se clavan en las sartenes como dardos atómicos, también se clavan en los cazos de cobre como rayos cósmicos, y también en los puchero, pero como haces de luz sideral. Los dardos, rayos y haces reverberan en todas direcciones y me hacen recordar días no vividos, aquellos días de inacción y disgregación donde nada era imposible porque todo lo era. La magia prudente de estos sonidos derrumba concepciones animistas y resuelve cuestiones de geopolítica atrasada y de unionismos decadentes y protoraciales. Lo que intento expresar es que el negro sorbe tomando café y es feliz dándole a la kora, y que yo puedo acceder a esa felicidad si le disparo en la cara para que no sorba y deje de tocar la kora maldita. Sería preferible que sorbiera la kora y metiera los dedos en el ardiente café, o que regresara a Malí o al Senegal o a Gambia, qué más da. Lo dejo y salgo a la calle a pasear infames pensamientos que dejarán las aceras de mi barrio llenas de ideas excrementicias que no recojo y que sedimentarán odios y ojerizas en los comerciantes trashumantes de la zona. Que se jodan. Me anima esa podredumbre que rechazo de mi mente enferma, me vacuna su salida y deposición en el asfalto suburbial de la ciudad que habito casi en soledad perpetua. Regreso con viandas a punto de perecer para que el negro coma. Sólo come alimentos de cocción difícil, es por ello que le traigo fufu, maafe y batata arriana. Él se prepara sus comistrajos mientras yo encero la panza de la kora con grasa de caballo jerezano y lustro las cuerdas con sebo agreste de cebú. Toumani y yo nunca hablamos mal de nadie, en realidad nunca hablamos de nada porque me crispa y le crispa los timbres de voz correspondientes, así que optamos por la mueca y el gesto, ya sea condescendiente o despreciativo, según las características del hecho que origina la comunicación. El hecho incuestionable de que yo sea también negro dificulta sobremanera nuestra relación. El no puede comprender que de puertas para adentro yo soy criollo, criollo hasta no poder más, con pensamiento criollo, desarrollo cognitivo y conductual criollo a más no poder, con modos y costumbres de praxis absolutamente criolla. Es eso y no otra cosa lo que nos hace vivir un imposible categórico y desechar de nuestro pensamiento un futuro compartido en estratos más elevados del espectro sentimental.