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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



17.7.16

388. Psicodelias


          No concibo o no admito el hecho visceral. No me adapto a la existencia de, por ejemplo, los intestinos. La vida se me hace insoportable sabiendo que si voy a Misa, mis asaduras vienen conmigo, me acompañan. Besar a Maribel es besar el comienzo de su tubo digestivo, sus labios han sorbido el caracol, chupado la cabeza de la gamba, acogido la molleja, ¿cómo deleitarme ante ese antro aduanero de tránsito alimentario? Somos sacos de materia fecal, recintos de explosiones glandulares, cuevas de sebo en constante erupción, bolsas de jugos y materia grumosa, un auténtico infierno informe de reacciones químicas altamente asquerosas. La piel delimita ese maremágnum legamoso del exterior, nos aísla de la podredumbre interna de los otros cuerpos, que viven tan ricamente sin conciencia alguna de las decenas de kilos de pestilencia embutida que arrastran a diario por parques y alamedas. Somos continentes inconscientes del contenido, menos yo, que vivo atrofiado de asco perpetuo sabiéndome contenedor de heces sin fin, de borborigmos informes, de procesos metabólicos repulsivos que resuenan en las oquedades y cloacas de mi abdomen globuloso y mefítico, sabiéndome generador de gases mortecinos, de ruidos escandalosos, de sensaciones peristálticas de una obscenidad fluctuante, grosera, aparatosa e infinita. Lo circulatorio se admite, lo neural se acepta con cierta elegancia, lo respiratorio se aprueba sin prejuicio, pero lo digestivo, ¡por Dios!, lo digestivo es la parte demoníaca de la Creación. De las encías al esfínter anal, todo ese infernal recorrido es un cuadro de El Bosco, es el trayecto abyecto del Maléfico. La vida pierde toda su belleza ante el paquete intestinal expuesto al aire, por muy de mi muy amada Maribel que este paquete intestinal sea. No hay belleza en la casquería portátil que estamos condenados a transportar de por vida. Hasta la más exquisita de las lujurias retrocede ante el hecho visceral. Físicamente amamos, por tanto, la superficie, sólo la superficie, por más que invoquemos al corazón como motor de eso que llamamos amor y que sólo puede alcanzar la epidermis y ciertos recovecos mucosos (¡Ay, Maribel, Maribel...!). El corazón de mi amada, su presencia en la palma de mi mano, aún latiendo con espasmos espumosos, estertores últimos de su existencia, me puede llegar a asquear tanto como si fuera el corazón del más feo de los aborígenes de la Micronesia. A veces sueño con un mundo en el que todos los seres que lo habitan son sistemas digestivos exentos, sólo sistemas digestivos que deambulan, que se comunican y desarrollan, paquetes más o menos voluminosos de intestinos y vísceras adyacentes que interaccionan a través de los sonidos propios de su naturaleza: ventosidades, eructos, sonidos cólicos. Esta pesadilla recurrente inflama la angustia que me atenaza y me empuja a ese estado de inanición al que hace meses que me someto. He dejado de comer, tan sólo mojo mis labios con suero, Maribel quiere que ingrese no sé dónde ni para qué, sólo sé que voy a acabar con mi enemigo, sometiéndole a un pertinaz asedio, sé que al final acabará huyendo, recogerá los metros incontables de tripas, las asquerosas asaduras y se irá de mi cuerpo. Ese día podré empezar una nueva vida, me haré taxidermista y vaciaré completamente la barriguita de Maribel.

9.7.16

387. Operación "Paella"


          B. Burton (B.B.) era un enciclopedista canario de origen irlandés, que durante las Guerras Túnicas se forró literalmente con las cintas de las capas estudiantiles de los tunos muertos en los campos de batalla. Envuelto tal que una momia con las multicolores bandas y escarapelas y con varias desvencijadas bandurrias a la espalda se presentó en la ciudad portuaria de Masdam con el fin de hablar con el jefe de los enciclopedistas de la ciudad, el temido y temible Onésimo Ochram (O.O.). Burton, de nombre Bartholomew, era adicto y relapso, a veces era túrbido y sólo en alguna ocasión fue diabético tipo II. En Masdam fue recibido con dardos de insulina por el Coro de Enfermeros Enciclopedistas del Hospital de San Opas, que agasajan mucho y bien a los forasteros de mirada curvada y andares taciturnos. Solicitada la cita con el Maestre Ochram, Burton se hospedó en la Fonda Máxima, propiedad de Max Merton (M.M.), organista y sochantre del Coro de Niños Bautismales de la catedral. En la oscura y lúgubre habitación, el enciclopedista canario compuso en quintillas unas octavillas que serían debidamente distribuidas durante la misa de doce por medio de su lanzamiento a través del ventanuco del atrio lateral que enfrenta a la arquivolta posterior de la capilla esquinada de San Serapio Scrotto (S.S.S.). Este pequeño acto subversivo le abriría definitivamente las puertas del palacio del Maestre Onésimo, casi con total seguridad, muy entusiasta éste del modus operandi anarquista y de la propaganda libertaria en general, cosas ambas (sendas cosas) que le hacían al Maestre recordar sus años mozos en la Masonería de Merceros Holandeses. Esa noche durmió Burton como nutria mancillada, con sueños almibarados y leves como quistes de doncella pastelera. Al despertar gustó de los espléndidos bollos de unto de foca que la camarera Hürda Hiss (H.H.) le sirvió con el café de colodrillo. Cuando tiró de la manigueta de campanillas de la puerta del palacio de Ochram, él mismo la abrió, le recibió y lo hizo pasar (nada que ver, pero admiren en la última frase la perfecta utilización de los pronombres la, le, lo, sin laísmo, leísmo ni loísmo alguno), lo hizo pasar, decía, pero con el serio rostro que siempre han adoptado los enciclopedistas de Masdam, cuando llaman a su puerta los enciclopedistas canarios. Burton se quita una cinta bordalesa de tintes anaranjados y se la ofrece a Ochram. Posteriormente le administra un rotundo bandurriazo en la zona temporal izquierda que hace que el enciclopedista masdamés dé con sus huesos en el suelo y pierda el conocimiento. Con otra bandurria, tañida con sin par denuedo y curiosa desenvoltura, le canta al contusionado Maestre, Clavelitos en versión atonal y en acordes de novena natural. Deja entonces una de las octavillas en su boca enrollada como canutillo de canela y se vuelve al ventanuco del atrio de la catedral donde vuelve a lanzar el resto de las octavillas que caen justito al lado de la capilla del bueno de San Serapio Scrotto. Las beatitas, que postraditas rezan cerca de la imagen, recogen los papelitos que vuelan y los leen con fervorosa delectación y con un poquito también de fruición. Tras la lectura, las viejitas se quedan como iguanas ahítas de babosas. La obra (el objetivo) de Burton, por tanto, se ha realizado. Su cometido ha sido ultimado y él se halla satisfecho y de orgullo henchido. Recoge sus pobres pertenencias en la fonda de Max, paga el alojamiento y pellizca la nalga superior de Hürda. Burton se va de Masdam. Entre los blancos y picudos álamos se ve la silueta cintada y multicolor del canario enciclopedista. Una bandurria solitaria le cuelga del hombro izquierdo. Una nube con forma de cangreja borra un sector circular del poniente sol. Unos pájaros indefinidos, ¿abubillas?, ¿melitopes? surcan el horizonte cambiante que tornasola las lindes del bosque. Un aullar anuncia y delimita sonoramente la llegada de la noche, y una alimaña carroñera, oscura como un tuno, hace el amor a la mujer más bella del mundo.

8.7.16

386. Sólidos levemente gaseosos


          Sigfrido Benaluza es un personaje inventado por Thelma Hoffman, escritora judía de origen húngaro que, a la sazón, tampoco existe, qué más quisiera ella. La creación de la escritora es mía, del autor de estas líneas, pero la invención de Sigfrido no es mía, es de Thelma. Yo sé que es algo de muy difícil comprensión, de muy arduo entendimiento, pero así es. Lo más curioso de todo ello (de todo esto) es que (no se lo van a creer ustedes) yo tampoco existo (lo juro), yo soy (hay pruebas) un personaje de un escritor sexagenario oriundo de México DF, aún no publicado, un personaje efímero, un simple ejercicio nominal de escasas características vitales que no ocupa si acaso media cuartilla, nada de ser el protagonista de una novelita o de un cuento, sino mero paisaje/paisano inoperante en un juego literario de prejubilado aburrido. A veces pienso en mi creador mexicano y me parece percibir su aura delicuescente entre la ya de por sí delicuescente atmósfera de la ciudad de México, y me parece sentir un algo de irrealidad en su mirada y mucho más en su silueta. Voy, por tanto, creyendo cada vez más en su inexistencia. No es algo que me angustie de manera especial (ya me voy acostumbrado a una vida de inexistencias concatenadas), pero me inquieta a veces el fantasmal decurso de esto que me sucede y que no tengo más opción que denominar vida: mi vida; no encuentro otra palabra para ello (para esto). Mi padre literario, mi creador mexicano (no lo he dicho) se llama Octavio Rulfo (nombre imposible), aunque firma sus escritos como Juan Paz (seudónimo más imposible aún). Sólo su mujer (a la que nunca he visto —a lo peor no hay tal mujer—) y su amigo Cuauhtémoc (de existencia más que dudosa) han leído sus trabajos. Por tanto y por ello (por esto) me siento pivote o eje inexistente de un mundo ciertamente imaginario. Soy una mota más o menos colorida de una irrealidad luminosa, fantaseada por seres a su vez imaginarios de una actividad ideadora sin fin, hacedores de historias broncas o sutiles, pero de trabazón infinita, seres que ejecutan y ejecutan una labor eterna encaminada a la nada. Autores y actores, creadores de entes creadores en un mundo especular e infinito. Volviendo al principio, Sigfrido no me cree, él piensa que es un ser humano real, con vida y libertad y pensamiento propios. Thelma piensa como él, pero es más romántica y (ya se sabe), los románticos siempre tienen alguna escondida puerta abierta. Octavio (Juan) se decanta más hacia mis presupuestos, aunque tiene que luchar con la fuerte oposición de Cuauhtémoc, más anclado y enraizado en conceptos telúricos y raciales. A veces pienso, como personaje de cuento que soy, que nazco de alguien y que me paseo por otros muchos alguien, me convenzo que hay un autor y un lector (muchos lectores) y que mi existencia se enriquece y se diversifica en la mente de cada nuevo lector. Pero en otros momentos, me siento, como ya he expresado, el diente de un engranaje eterno, irreal, un elemento más de una ensoñación, de una serie de elementos narrativos interconectados, en donde todos somos meros pensamientos, pero pensamientos ¿de quién? Quizás de Dios, que es otro personaje muy querido y muy socorrido, y que nos sostiene algunas veces cuando más sentimos el vértigo de la nada, la náusea de la muerte cercana, cuando nos vestimos con los lutos de la tristeza, que no son otros que los adornos con los que ornamos al personaje que nos toca representar en esa parte de la obra, cuyo autor, cada día, creo más que existe tanto como existo yo. Así es.

3.7.16

385. El pene azul


          Mientras el fuelle aguante, la cornisa gotee y la animadversión del vasco perdure, podemos estar tranquilos. En volandas los nazarenos en las calles de Sevilla y en galeras los judíos conversores de moneda. Todo un mundo de lascivos muerdebotas en los arrecifes de los barrios chinos de Pekín. Miles de negras enfadadas por su nacencia racial y por su desidia jornalera. Policías estrafalarios en todas las esquinas de la ciudad de Praga. Pero nosotros estamos tranquilos. Tranquilos de verdad. Olores a pólvora mojada, a pólvora cocida, a pólvora mecida en yemas de bambú. Dispendio de fulgores de futilidad efímera en todos los horribles cuadros de Simonetti. Y la guerra que no cesa en los pliegues de la combinación de la Dama Negra. Sufren las cocineras de Palacio y los tuercepuerros tabernarios del Ensanche. Maastricht en el pensamiento y Teherán en el fondo de la tripa. El súcubo veneciano perdido en las calles de un pueblecito de la Provenza. Las apuestas sobre el tapete de sangre, la sangre sobre el campo de golf infinito y las riquezas, todas las riquezas, gestionadas por aquel tío con cara de pato y sus tres sobrinitos con caras de patito. No sabemos nada de lo que realmente importa, sólo que hay que renovar de vez en cuando el material ortoprotésico de los nobles todos y de los aristócratas en su gran mayoría. La plutocracia merece nardos siempre. El pueblo nunca. Los pianos sobre placas de hielo flotantes en busca de semicorcheas díscolas y semifusas muy putas. Las almas, llenas de agujeros, claman a los solsticios, pero no saben qué cosa es un solsticio. Miles de barcos surcan raros mares sin playas ni arrecifes ni peces ni olas, sólo alguna sirena loca de celos. Y la fiebre que arrebata y arrebola, y el aire que no respiramos es el que lleva los pigmentos del orgullo de ser los otros. La capa de ozono fluye por mis venas y todo lo que la tierra empobrece lo enriquece mi sudor. Es un axioma. Lo demás es pura contemplación. Dios, de espaldas, deja hacer y llora lágrimas de acero inoxidable. La potestad es del padre con hijos parricidas e hijas inmolantes. La obviedad es de la madre y de los creadores de artificios literarios. Aun así, estamos tranquilos. Que juzgue el juez lo que haya que juzgar, y que la burguesía siga embalsamando zarigüeyas y mirando alelada las grúas de la Sagrada Familia. Mis amigos y yo vamos en metro a todas partes y en ninguna hemos encontrado el Santo Grial ni tampoco la lambretta de El Enviado. El odio que sentimos, hemos de confesarlo, surge en los ámbitos artísticos más insospechados, en los ambientes más mucilaginosos de la bohemia arrabalera de ciudades como Turín, Cartagena de Indias o Kioto. Mis hijos luchan en fronteras extrajeras y me escriben auténticas barbaridades que me da grima transcribir. Ya soy viejo, pero sigo con ganas de asesinar algo. Aunque sea un poco. Tengo verde los ojos, los hombros y los pies. Tengo liquen en la boca, en el corazón y en el sexo. Y me exprimen limones las tribus que me rodean, las que me son afines. Me regalan litros y litros de limonada, seguramente envenenada, para ver cómo cambio de aspecto con la muerte. Las catedrales, según creo, aún perdurarán muchos siglos más. Pero estamos tranquilos. Muy tranquilos.