El sereno lo cubre todo, ya el rocío pigmenta de alfileres la superficie oscura, la clorofila enmudece en el campo anochecido, y el fugitivo retuerce el ansia de su pobre corazón acurrucando el oro sacro en su regazo sacrílego.
Las almas de los muertos cantan y tañen con las cuerdas de ultratumba la música coral de la venganza. Son turbias y desabridas con los ladrones de objetos sagrados. Se ceban en ellos con la drástica sevicia de los entes inmateriales y les niegan la piedad como jueces inmisericordes y soberbios.
En el amanecer se disipan como espíritus que son, dejando la plenitud complaciente de oquedades satisfechas. El brezo se despereza, la alondra tensa líneas en vislumbres de la aurora que regresa. Y en sueños de sangre el jinete despierta en una maraña de frío estupor, despierta a un nuevo día con un inefable olor a muerte, porque a la muerte no se la toca ni se la ve, no se la oye, es insípida siempre, pero sí se la huele. A veces desde muy lejos en la distancia y en el tiempo.
Hay algunos árboles en los campos, en los bosques, bordeando algunas lindes lejanas, que siendo como todos los demás, acogen de manera misteriosa, pero ineluctable, la vida amarga de los suicidas. Un roble viejo, con nudos centenarios y hojas sepultadas de otoños contuvo un segundo el flujo de su savia vieja para resistir el balanceo de aquel joven inerte de cárdena faz y ojos extrañamente proyectados. También el viejo roble vio posados sobre su crespo ramaje unos feos cuervos, extraños en su plumaje y en sus gorjeos horrísonos, que huyeron en direcciones diversas cuando el cuerpo del joven dejó de balancearse y quedó como una plomada eterna, como un extraño fruto de la naturaleza.
(A Billie Holyday)
(A Billie Holyday)
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