Igual que Montaigne detestaba el ajedrez, yo detesto todo lo demás, es
decir, todo lo que no es el ajedrez, y además yo también detesto el
ajedrez, un juego propio de cerebros falto de cosas esenciales.
Necesito el odio como vosotros necesitáis el aire. Porque
también me asquea el aire que respiro, lleno de las asquerosas exhalaciones de los que me rodean Mi odio
es polimorfo, polivalente, sistemático, omnímodo, ubicuo e intemporal. Este
odio me llena y satisface como a vosotros os satisface un orgasmo, un billete,
una caricia, un anhelo, todas esas bobadas melifluas con las que os enaltecéis,
creyendo que con ellas sois algo más que montoncitos de abono futuro.
No es un día feliz, ni para mí ni para nadie, es el día, ya conocido por lo iterativo de su aparición, en que deseo de nuevo con absoluta pasión ser portugués, acoger en mi regazo todo lo que el mundo posee de lusitano. Ya son muchos los días en que siento lo iluso de mi pretensión de haber nacido luso, pero en lo ilusorio de mi deseo subyace algo noble, promisorio, atlántico, un profundo matiz lisboeta aparece en el ribete de mi pensamiento, pensamiento que en lagos de vino verde se ataja, se duerea, se guadianea y se miñea como sierpe que vibra en meandros arbitrarios de odio añejo y saudade de fado antiguo.
El ajedrez es la actividad humana que más acrecienta el odio. El odio es el sentimiento más alejado del alma portuguesa. Portugal no odia el ajedrez, porque no sabe odiar, y lo practica en dameros de poniente, y dispone las figuras en el enrejado infinito, frágil, efímero y voraz de sus ocasos voraces, efímeros, frágiles e infinitos. Los peones portugueses reinan, los alfiles cabalgan y las torres portuguesas se enrocan en un tumulto de colores y olores y vislumbres y sabores terreros y visiones ultramarinas, y versos que nadie escribió porque todos los escribió el milenario Pessoa que nunca existió.
El mundo siamés en que me enseñaron de pequeño que dos naciones hermanas coexistían, sentí de mayor como la gran estafa geográfica de la niñez. De siempre la mirada nacida en la nuca para ver El Alentejo, el cuello en giro forzado para otear Bragança, Coimbra, Santarem, el poniente en la espalda sintiendo las agujas dispersas desde Lisboa hasta Faro. Nombres suntuosos, tan cercanos como imposibles, sitios diversos en donde no habitaban, ni habitan, hermanos siameses, sino dos individuos, uno dispuesto hacia oriente y otro hacia occidente, inmensamente desunidos por una frontera y que jamás se han vistos las caras.
La elegía de mi odio, al que venero como algo tan obligado como cromosómico, se la dedico en este día de arrobos y lisonjas, a esta confluencia de latituides sentimentales que me llenan de una esperanza posterior, sabiendo que en la vida hay algo bueno que casi nunca ves y que está tan cerca como Ayamonte de Castro Marim.
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