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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



28.12.14

343. Cabareteras


          Es necesario que en este año 1957, que ahora concluye, haga un repaso, aunque sea efímero, aunque sea a vuela pluma, aunque sea somero, de estos casi once meses de vida que llevo viviendo desde el día que nací, es decir, el día 4 de febrero del año que nos ocupa. Once meses abigarrados de sucesos en el que ni uno, óiganme, ni uno de esos sucesos ha significado nada, absolutamente nada para mí. Tan solo puedo describir y de manera muy sucinta sensaciones corporales de calor y frío, de tibieza y humedad, de hiriente perplejidad ante dolores de tipo cólico, que han revertido casi siempre, sumiéndome en un estado de placer y plenitud que a veces terminaba definiendo un proceso de felicidad agudo, pasajero, acompañado de atónitas y pequeñas gesticulaciones nuevamente de perplejidad. Por tanto, la primera noción intelectualmente conceptuada como tal de mi vida, sería la perplejidad. Entre una perplejidad y la siguiente he dormido mucho y profundamente, sin sueños, pues a esa edad no hay patrón empírico donde pueda asirse el mundo onírico todavía por desarrollarse. Me ha dado tiempo en estos once meses de estructurar las que al principio eran sombras circundantes y extrañas —rostros apriorísticos— que devinieron con progresiva aceleración en símbolos formales componentes de una pequeña cosmogonía rica en rituales divertidos y sosegantes la mayoría de las veces. Papá y mamá aparecen como Zéus y Hera en este azulado Olimpo oliente a bálsamo y a talco, a leche agria y a heces vaporosas. Los sonidos contribuyen con sus tonos poliformes a la perplejidad que cubre como manto adventicio mi cerebro apenas labrado por circunvolución alguna. Pero insisto en que la enorme importancia que todo esto tendrá en mi posterior desarrollo como ser humano no la siento todavía, vivo ajeno a toda esta entropía que va generando mi crecimiento, como si a otro le estuviera sucediendo, no a mí, que estoy absorto en llevarme a las encías cualquier objeto que puedan asir mis débiles y sonrosados deditos. Adoro succionar el pecho materno, o la tetina de silicona, o el chupete con forma de conejito dentudo. Lloro unas once o doce veces por semana, pero siempre por causas muy justificadas, que implican higiene, abandono, hambre o dolor, los cuatro puntos cardinales de las desgracias y miserias de un bebé. En realidad, no ha sido este primer año de mi vida una época especialmente dura, podría decir que incluso ha sido un período ciertamente placentero, distraído y confortable. Sé que vendrán época duras, cada vez más duras a medida que vaya cumpliendo años, y esta perplejidad de la que ahora gozo, irá tornando en un perpetuo degradé hacia el miedo, la decepción, la ira y la desesperación. En próximos años les iré informando. De todas formas les deseo a todos ustedes un feliz y venturoso 1958.

21.12.14

342. Un taxista de Malabo


          Tengo un amigo enamorado de Lope de Vega. Me causa gran desazón decirle que Lope falleció en 1635, pero se lo tengo que decir. Él lo busca por las esquinas de la ciudad, por los arrabales, por hospicios y casas de lenocinio, por colmados y casas de labor, sólo piensa en él y en sus sonetos. Apenas come, ha dejado los cuatro o cinco vicios de los cuales disponía para sobrellevar su fatal desclasamiento de la vida y de la muerte. Desde que lo conocí en las alfarerías del lado izquierdo del río siempre estuvo sumido en amores de botijo, amores rasposos, transpirados, rezumantes de humedad verdinosa y que provocaban una cierta dentera en su exposición ante los foros que él elegía, escasos y escondidos. Este amigo del alma gustaba y gusta de vender silicios y disciplinas que él mismo se aplica desde su más tierna infancia. Sus miembros lacerados los muestra en las desiertas playas ciertos jueves de Adviento, cuando apenas hay gente, muy pocos turistas que se avengan a la misericordia y la piedad costera. Sufre porque así lo dicta la ciencia ética alemana, porque las diatribas contra la norma (ya sea a través de la aquiescencia hacia la tecnología nipona o hacia las melodías de Savall) es lo que invade su pobre y atropellada dermis. Sufre no de manera castiza (es el menos castizo de los hombres), sufre como el emperador asirio que no fue, pero que sí lo será, casi con total seguridad a poco que se lo proponga. Poseedor de cualidades perladas, ingenio diamantino y humor áureo, vende y compra baratijas del serrín en los más inhóspitos mercadillos del extrarradio. Ha llorado mucho, pero  ha reído muchísimo más, sin embargo muchas lágrimas las ha vertido porque no acudieron en los momentos en que se las requería, ocupado como estaba en reír. Posee un idiosincrásico egoísmo, tan exacerbado, que pasa por ser un brillante galón en el uniforme del estoico moderno. Es un egoísmo que no molesta a los demás, puesto que se podría decir que presenta rasgos endogámicos. Un egoísmo que se autoabastece, no se nutre de los demás, los demás lo sufrimos de un modo ciertamente inevitable, pero absolutamente colateral. Como amigo que me siento de él, me reconforta saber que jamás podrá recibir ayuda de nadie, ni por supuesto mía, está genéticamente incapacitado para recibir ayuda, también lo está para otorgarla, claro está, y eso le hace una persona no tan dispersa como evanescente, nunca sabes de su presencia, o si lo sabes, jamás sabes de su esencia, tanto es así que a veces he dudado de que la tenga (me cabe intelectualmente pensar lo contrario, que tenga tal cantidad de esencia que sea ésta la que le está realmente ahogando). Bueno es decir que sospecho en él una bondad casi de origen celular que le recorre una y otra vez las sinapsis del cerebro. Esa bondad considero que emanará alguna vez, y lo hará como un espectacular géiser, coincidirá casi con toda seguridad con el día que deje de buscar a Lope por las esquinas.

19.12.14

341. ¿Cómo se limpia un congrio?


          Son las nueve horas de la mañana. Tengo las mismas ganas de reírme que pueden tener las cobras de El Cairo. La zona lumbar en su totalidad —mi zona lumbar— es un clamor inflamado y dolorido y una queja uniforme y en toda regla hacia y contra nuestra condición de bípedos: ¿quién sería el inopinado primate con ínfulas de homínido al que se le ocurriría la absurda, que no banal, idea de erigirse, de ponerse de pie sobre las patitas traseras para así poder hacer cositas con los deditos de las delanteras? Mis dolores lumbares tienen ese, y no otro, origen. Si las cuatro patas, a las que filogenéticamente estamos adscritos, fueran nuestros cuatro puntos de apoyo, seríamos simples monos cuadrúpedos, barrigones y llenos de liendres voraces, sí, pero no nos dolería la espalda, ni seríamos conscientes de la existencia de un nervio llamado ciático. 
          Son las nueve horas y veinte minutos de la mañana. Tengo un grado de hambre lo suficientemente elevado como para no desayunar. Sería sumirme en la ansiedad más desesperada comerme un panecillo con mantequilla y un café con leche. Esto haría, tan solo, despertar al animal que llevo dentro y que me propondría otro tipo de de desayuno más consistente, consistente en: un litro de jugo (zumo) de naranja natural, un tazón de café con leche de los años cuarenta (es decir un tazón realmente grande), dos huevos fritos (o tres) con un número impar (superior a 9 e inferior a 12) de tiras de beicon, dos (o tres) croasanes de verdad abiertos y tostados con mantequilla y mermelada de naranja amarga, medio litro de yugur griego, una porción generosa de tarta de manzana, un cafelito solo expresso (ristretto) para terminar, acompañado de una copita de aguardiente Martes Santo® (de Aracena, provincia de Huelva) y dos cigarrillos rubios (Marlboro®).
          Son las nueve y media de una fría mañana de finales de otoño. Hoy trabajo por la tarde y mi mujer me ha abandonado de nuevo. Lo hace con frecuencia, es costumbre inveterada de su etnia. Tres o cuatro veces al año despierto y veo que no está, que se ha ido. Faltan sus turbantes, sus afeites, sus vistosas batas de colores, sus collares y su hatillo. Eso es que de nuevo se ha marchado, ha acudido al llamado de la selva. Es lo que pasa cuando tu sentimiento se une al destino de una mujer africana. Pero sé que tarde o temprano volverá y me envolverá de nuevo con su verborrea incomprensible, con sus cantos, me sorprenderá de nuevo con sus guisos imposibles y me desorientará de nuevo por las noches con los ruidos misteriosos de la jungla.
          Ya casi son las diez de la mañana. He de ir, debo de enfrentarme otra vez, como ayer, como antes de ayer..., con el espejo del baño, ese espantoso objeto con alma de reloj, de clepsidra especular, que todas las mañanas te indica con lucecitas e indicadores fosforescentes el acúmulo de grasa allí, la falta de pelo allá, el efecto de la gravedad que provoca la caída de aquello o de lo otro, la manchita que ayer no estaba, la mirada cada vez más triste... Y luego vestirse (o embutirse) en ropa que a cualquiera de tu bloque, de tu barrio incluso, le estaría mucho mejor que a ti y no tendría que hacer los ímprobos esfuerzos para abrocharse el botón del pantalón.
          Dolorido, hambriento, abandonado, aseado y vestido he llegado a las diez y media de este frío pero soleado día de otoño, como ya he dicho. Me espera Murakami, un escritorzuelo japonés, con unas ganas tremendas de ser americano, que me ha prometido entretenerme hasta que me tenga que ir al taller. El literato nipón está en el cuarto chico, al fondo del pasillo, ese cuarto que la africana y yo tenemos atiborrados de libros, caramelos y aparatos electrónicos de juguete.

5.12.14

340. Los 612 mandamientos, más o menos, de la Torá


          No es sólo sentarse frente a la pantalla o frente al folio en blanco y desatarse el alma, esperando a que algo hermoso fluya y, por sí solo, se plasme en nobles palabras. Nunca tuve miedo a lo imponderable de la mente vacua, porque el sistema que utilizo para la escritura es justamente el antídoto para ese miedo. Hace cincuenta y dos segundos no sabía que iba a escribir las anteriores sesenta y nueve palabras. De igual modo, desconozco de manera absoluta lo que deviene de lo anteriormente escrito, y ni por asomo sospecho el desarrollo, ni mucho menos la conclusión —si es que la tiene— del conjunto de palabras y frases que conformarán este escrito. La automaticidad es, pues, el principio que alimenta el sistema de mi escritura. Me siento, enciendo la pantalla y escribo. Es muy difícil que alguna vez borre lo escrito. Siempre intento que lo que surge, permanezca, en una especie de caiga quien caiga, que, a veces, aunque no me deja satisfecho, sí consigue hacer que aumente una absurda autoestima de saberme valeroso para el lanzamiento en ciertas piscinas de profundidad desconocida. Pero claro está, sé dónde me hallo, alguien lee lo que escribo, muy pocas personas y casi ningún animal (o al revés, no sé), y no puedo desatar del todo el contenido que surge en mi cabeza, porque sería para mucha gente algo ciertamente aterrador o repulsivo. Los frenos de la conciencia, el súper yo y todo eso funciona a las mil maravillas. Me gusta bordear y mirar detrás de los límites, a veces lanzo algún guijarro al pantano que rodea mi castillo, pero luego escondo la mano y corro a refugiarme en lo inconexo, lo grotesco y en el humor de mis cuartillas medio surrealistas y medio gamberras. Pero no se engañen. Esto es sólo una distracción para las tardes de aburrimiento mañanero o para las mañanas de tedio vespertino, da igual. Mi mujer se engaña, piensa que escribo bien, pero quiere que escriba para que los demás me entiendan, es decir, quiere que escriba, más o menos, así:

           (...) Creo no haber hecho referencia a mi amigo del alma Lecumberri. Era un adusto manflorita de Mondragón, estudiante de Humanidades en la Facultad de Deusto, con un historial delictivo deslumbrante y disperso. Nos conocimos en casa de Madame Trussardi, deliciosa dama que regentaba una de las más distinguidas mancebías del norte peninsular. Incrustada como una piedra preciosa en su lecho de oro blanco, la casa de la Trussardi se adaptaba primorosamente a un recodo de bosque que quedaba a un lado de la carretera. Las luces tenues y veladas por visillos tornasolados salían de sus ventanas como rayos de un astro moribundo. Los altos y frondosos castaños en derredor amortiguaban el eco de nuestros pasos por la gravilla que cubría el camino hasta la escalera principal de entrada a la casa. La puerta de madera de fresno la guardaban dos grandes jarrones de terracota con un manojo tupido de olorosas adelfas. Siempre recibía a sus clientes Madame Trussardi en persona abriendo la puerta con dilatada prontitud y afectando una desmayada sonrisa mientras elevaba su mano enguantada de negro para que fuera besada por los recién llegados. Siempre con un recuerdo acertado de la visita anterior que sorprendía agradablemente a los entusiasmados caballeros, nos acomodaba en un pequeño salón aterciopelado, cubierto de cojines damasquinados y nos ofrecía una copa de champán mientras componía comentarios frívolos e inconsistentes sobre la actualidad del día. Fue allí donde por primera vez vi a Lecumberri, apoyado con displicencia galante sobre la chimenea, tupiendo con un pequeño espolón de plata el tabaco de su pipa. De prestancia gallarda y apolínea, sus facciones, en cambio, denotaban cierta vulgaridad que acanallaba en parte el conjunto; quizá fuera su finísimo y cuidado bigote o sus patillas hachadas o sus cejas prominentes y un tanto juntas. No obstante se veía que era el tipo de hombre por el que cualquier mujer vendería su alma al diablo por una simple mirada de aquellos ojos de un negro furioso. Estaba solo. Degustaba con parsimonia y cierta afectación una copa de cognac y ninguno de los presentes, dos amigos de facultad y un militar que me acompañaban, podíamos dejar de sentirnos un poco incómodos ante la presencia de aquel caballero inclasificable y silencioso. Ni pestañeó cuando entramos en el salón ni se conmovió cuando partimos en busca de las pupilas de Madame Trussardi en el piso superior. Cuando bajé la escalera, satisfechos los efluvios ardorosos de mi imprudente juventud y en espera de mis compañeros de farra, aboqué en el confortable saloncito donde aún permanecía impasible la figura atildada del compuesto personaje. La singularidad de la situación, él y yo solos en la habitación, aconsejaba ser educado y me acerqué al lugar donde estaba presentándome y ofreciendo mi mano con el propósito de estrechar la suya. Bajando de sus pensamientos ensimismados me miró, primero de hito en hito, como no comprendiendo qué hacía ante él, ni quién era yo, para, a continuación y de pronto darse cuenta de la situación, acercarse hacia mí con ligereza y asir mi mano con celeridad y fuerza identificándose con nerviosismo: “Lecumberri, Damián Lecumberri, encantado”. Nuestra conversación, por otra parte sucinta y esquemática, no nos causó el desagradable envaramiento que estos encuentros fortuitos suelen provocar en personas algo proclives a la soledad y la misantropía. Una copa reposada del cognac que él estaba tomando me infundió una cierta calidez amistosa y una familiaridad a todas luces ajena a mi natural espíritu apocado. Mi contertulio parecía de igual forma gustoso de mi compañía. Transcurrieron demasiados minutos como para pensar que mis camaradas dejaran a sus damiselas a esas horas de la noche. Como en ocasiones anteriores pernoctarían con ellas y yo marcharía a casa con mi insomnio a cuestas y las manos ávidas por sostener cualquier libro de relajada lectura. Sin embargo acometí la aventura de invitar a una última copa a mi nuevo amigo que aceptó de buen grado, indicándome un lugar de especial encanto que él conocía y que no cerraba en toda la noche. El lugar, un barucho destartalado y sucio en el confín de un callejón sin salida a las afueras de la ciudad, me sorprendió por la sordidez insana de su atmósfera, espesada de humo y olores indescifrables. ¿Qué podía haber en semejante lugar que atrajera nuestra presencia? ¿Qué escondido placer podría ofrecer aquel tugurio inhóspito y decrépito? Nos sentamos a una mesa de equilibrio preocupante y, sin decir palabra, un hombre barbado y calvo, de barriga imponente y con un resto de cigarro puro ajado entre los labios, dejó sobre la mesa dos vasos de turbio cristal rayado y una botella sin etiqueta, que por su aspecto y aroma al ser descorchada por mi amigo, no podría ser otra cosa que absenta. A un chasquido de sus dedos, Lecumberri ordenó al repugnante tabernero que le diera la llave del cobertizo y que bajo ningún concepto fueran molestados en lo que quedaba de noche. Un billete doblado fue la contraseña para que tras poner la llave sobre la mesa desapareciera el personaje de la escena. Botella en mano subimos por la angosta escalerilla de acceso a una especie de buhardilla que en tiempos no muy lejanos sirvió probablemente de almacén de grano. (...)