El calor tibio de una vida superior e inerme a la vez.
Ves, sientes y notas cómo te atrapa un sentimiento que nunca acierta a componer una entrega necesaria.
Lo acaricias, rascas su pecho tierno con deleite, su lomo crespo, su frente ondulada, sus lacias orejas.
Lo miras y te mira, sus pupilas expectantes, las tuyas absortas en la duda continua.
Su silencio marca las horas, las horas marcan sus pasos, que ya no señalan la cercana aurora.
Su alma pequeña.
El enorme peso de su alma, que nos ha hecho más tristes y más amados.
Sigue su lengua inquieta besando mi mejilla, la humedad de su hocico en la palma de mi mano.
Y sus ojillos negros han quedado embalsamados en alguna parte buena de mi cerebro.
Para siempre.
Ha atravesado dos vidas hiriéndolas de ternuras inolvidables y de un acre dolor imperecedero.
Tan juntas su vida y su muerte, tan cosidas la una a la otra...
Nuestras vidas se impregnaron de su corto y cálido aliento, del amor futuro que no tuvo tiempo de ofrecernos.
En un ínfimo punto se centró toda la crueldad del cosmos para llevarse esa pequeña vida de canela remansada.
Dios sabrá el por qué.
Yo, ya no le haré más preguntas.