La luz de neón no parpadeaba, pero yo sí. Con el tercer bourbon la vida cambia de valor porque el que la tasa ya no dispone del equilibrio necesario. Las hojas del magnolio no se movían, pero yo sí, yo caía hacia adelante, aunque a decir verdad caía hacia atrás. También el humo de mi cigarrillo, a pesar de que palidecía y se convertía en una gasa gris y translúcida, tendía a estancarse en una inmovilidad precaria a escasos centímetros del techo. El pulido inmaculado de la barra reflejaba mi cara y mi frente salpicada de gotitas de sudor, las mejillas fluctuantes, la boca entreabierta y los ojos escondidos allá lejos en sus cuevas orbitarias, como nichos profanados. El camarero tampoco movía su cuerpo, ajeno en una esquina a todo lo que no fuera su novelilla doblada a la que prestaba toda su atención y a la que nunca, al menos nunca lo percibí, pasaba una sola hoja, como si se hubiera diluido su cerebro en la sima sin fin de un párrafo o una palabra. No era muy tarde, pero era de esas noches en que el tiempo semeja un coágulo oscuro a punto de desprenderse y atorar el curso de las horas de algunas vidas. Afuera debería estar cayendo una lluvia menuda, persistente, al menos yo la olía, la sentía, pero no llovía aquella noche en la ciudad. Una urbe suspendida, congelada en su propia inmovilidad, insonorizada y muda, casi yacente. El magnolio seguía intacto tras la ventana, exento y petrificado, desairado, exacto y perenne. Sentía estar viviendo la experiencia de un paréntesis, estar inmerso en un descanso breve, en un respiro necesario de la eternidad, exhausta en su devenir. Era un lapso de tiempo quizás mínimo pero sólido, único e inquietante, tal vez falso y alucinado, probablemente fruto de un brote espiritual enfermizo, pero real en aquellos momentos. Con esfuerzo me separé de la barra y me levanté del asiento, dejé unos billetes junto al vaso y con movimiento y pensamientos contradictorios me encaminé hacia la puerta y salí a la calle.
Lo que sucedió después ya pueden ustedes imaginarlo.