Desde esta montaña de chatarra diviso la parte más sucia de Detroit, donde el frío acribilla la oxidada atmósfera cargada de humos fabriles antiguos; desde esta atalaya de hierro retorcido se intuye la presencia de cadáveres ocultos, de los que sólo algunos son conscientes de su estado, la mayoría persistiendo en la idea de seguir vivos, de seguir sufriendo la inclemencia de los días, tan parecida a la inclemencia de las noches de la muerte.
Desde la cima de este basural a las afueras de Lima observo atónito las peleas voraces de los hombres con las alimañas carroñeras por conseguir el sustento repulsivo que les otorga la energía necesaria para continuar la eterna y miserable lucha por sobrevivir. Los buitres cada vez se asemejan más a los hombres que asedian su condición y a los hombres ya poco falta para que sus brazos pedregosos se les conviertan en lúgubres alas de rapiña.
Desde la última planta de este rascacielos de Shangai sólo veo luces microscópicas rojas y blancas, aturdidas, creyendo que saben a dónde van, pero perdidas en una noche artificial y demente. Cada luz cree representar un mundo, aunque no son más que unidades subatómicas de un insensato átomo perdido en el más allá de la nada.
Desde este alto minarete de Tel Aviv veo con claridad a los hombres y a las mujeres, casi les distingo las facciones, sus maneras de andar, les oigo hablar, reír y rezar, sobre todo les oigo rezar, cada uno a su manera, y también les oigo disparar y morir rezando y alabando a Dios, oigo también el rugir de las olas cercanas, olas de color rojo, color sangre, el color propio del carácter del hombre.
Desde el pico más alto de la Tierra, aquí en pleno Himalaya, miro hacia lo alto esperando no hallar nada más, ya no quiero arañar más la mirada con la convulsa visión de la vida, y es cuando ocurre lo inaudito, lo inesperado: allí por encima de todo, por encima del bien y del mal, por encima de la nada y del todo, por encima de dioses y demonios, muy por encima de mí, allí, sí, allí estás tú.