El lánguido arlequín bajó parsimonioso del cuadro y mató a Picasso con un pincel de pelo de vicuña del nº2. Picasso se encontraba de espaldas al cuadro desnudo de medio cuerpo para arriba girando entre sus manos un enmohecido grifo de cobre con el fin de adscribirle alguna utilidad espacial conformadora de un hecho plástico sorprendente y artístico. El bulbo raquídeo del artista quedó ensartado limpiamente. Luego, el arlequín lánguido y, ya también asesino, recorrió una tras otra todas las habitaciones de la casa, que se encontraba deshabitada y fría. Salió al jardín. Bajo un dalio enano se sentó y se quitó el sombrero. Pronto quedó dormido y se puso a soñar. Soñó que una bailarina, y otra bailarina, y otra, se arrojaban a un pequeño volcán de lava azul que las devoraba sin dejar rastro de ellas. Picasso, subido en un caballito de madera, tomaba apuntes y bebía pequeños sorbos de absenta en un vasito de porcelana china. Una música de piano desganada y misteriosa, como si una Gymnopedia de Satie fuera interpretada por un borracho virtuoso, dejaba notas confusas y placenteras por el aire. Más allá del pequeño volcán, un sol voluptuoso y móvil, como una grandiosa ameba, se deslizaba por un horizonte donde elefantes transparentes desplazaban su enormidad parsimoniosa hacia un desierto amarillo, brillante y metálico.
El arlequín lánguido y asesino despertó alertado por el ruido de un suspiro entrecortado. Alguien, sin duda, había entrado en la casa mientras él dormía y soñaba. Un olor a cera ardiente le erizó la piel.