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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



19.5.20

460. El sudoroso escote de Lady Stanford


          Y luego llegaron los hombres de blanco y me encerraron en un furgón también blanco. Llegamos de noche a donde fuera y me condujeron a una celda húmeda y oscura. La sed me abrasaba la garganta y la angustia se hacía cada vez más sólida y pedregosa y se depositaba también en la garganta, con lo cual mi garganta presentaba tres características: sedienta, por la sed y sólida y pedregosa por la angustia. Pero la garganta no era el más grave de mis problemas corporales. Cuando en un secuestro y posterior enclaustramiento predomina el color blanco, es que alguien ha decidido que estás loco y te han encerrado en un manicomio, algo que considero encomiable, es decir, digno de encomio, en mi caso, algo manicomiable, digno de manicomio. Por tanto, estoy loco de encerrar, como así ha sido, lo que indica que no estoy tan loco, dado que me doy cuenta de lo que pasa y lo colijo de actos no por no recordados, inexistente, qué va, deben de haber sido actos muy existentes y anómalos, porque si no, no me hubieran encerrado aquí, aunque no recuerde ninguno de esos actos que son los que me han llevado a esta manicomiable situación de falta de libertad. Pero el más lacerante de mis sufrimientos corporales lo constituye la presencia de los bichos negros, esas pequeñas bolitas que me recorren la piel, se introducen a través de ella y explosionan a medio centímetro de profundidad produciéndome un dolor migratorio no por esperado menos inesperado y no por temido menos temible. Igual el cráter cutáneo surge en una sien que en el escroto, en el talón que en un párpado de arriba, en una areola mamaria que en el periné. Mi cuerpo es una cartografía volcánica con miles de puntos en proceso inminente de erupción explosiva. Y los bichos negros entran en mi cuerpo provenientes de quién sabe dónde. A veces los veo salir de los boquetitos de los enchufes o surgen al abrir la tapa de un yogur de papaya o de cualquier otra fruta tropical. Después de pasar la noche en esta celda apestosa, ya de mañana, vino un hombre blanco y viejo vestido de blanco y me hizo 114 preguntas, de las que respondí 76 y no respondí 38. No sonrió y yo tampoco. Me dio caramelos y tabaco. Me comí ambas cosas y pedí agua. Me la dieron y me la bebí. Luego me pasaron a una sala de color blanco y me sentaron en una silla metálica. Me dieron seis pastillas, tres eran cápsulas: verdiroja, blanquiazul y amarilla entera, y tres eran pastillas propiamente dichas, dos blancas y otra color crema de cacahuete. Y me dieron de comer, gracias a Dios: sopa, hamburgesa y uvas. Todo muy rico. Y desde entonces estoy en otro cuarto diferente al del primer día, muy limpio y soleado, y acompañado de tres locos más: unos se llama Timoteo y se ríe por todo y a todas horas, otro se llama Leandro y se lava las manos y los pies doscientas veces al día, y el otro se llama Paco y está catatónico permanentemente. Las pastillas no sé para qué son, porque cada día veo más bichos negros y las deflagraciones cutáneas van en aumento. A veces vienen a verme personas que lloran al verme. No sé quiénes son, pero si lloran al verme, creo que no deberían de venir a verme. Yo creo que las pastillas tienen como único objetivo el que te importe un carajo estar aquí encerrado, porque de lo otro no mejoro o más bien empeoro. Bueno, le voy a calzar cuatro ostias a Paco, que sé que se deja y no le importa, Timoteo se va a descojonar y Don Limpio se pondrá nervioso y se restregará con agua y jabón manos y pies hasta que se le vean los huesos. Y luego ya será hora de comer.

16.5.20

459. La estupefacción


          He comenzado mi novela número 311. Se titula o se titulará "La mujer sin atributos" y versará sobre los cambios que se desarrollaron en la Europa de entreguerras, analizados desde la óptica de una singular dama de la alta sociedad vienesa. La primera línea de esta novela será como sigue: "La leve sonoridad de la tarde en Gönstingenstrasse sólo se veía perturbada por los agudos trinos de colibríes azulados que levitaban sobre la copa de los tilos en flor..." Considero que el comienzo de una novela tiene que enganchar al lector a la cuarta o quinta palabra; en caso contrario debería arrojarla con premura al hogar de la chimenea o al alma de un pozo. Uno de los peores comienzos que recuerdo en una novela pertenece al autor chileno Ernesto Barboso, cuya obra "Ditirambos a Medusa" comenzaba de esta guisa: "La merienda en casa del Gordo Elías fue asaz copiosa y nutritiva..." Imposible seguir leyendo. Yo, que jamás he acabado una novela en toda mi vida, me vanaglorio y enorgullezco de poseer, sin embargo y sin duda alguna, los mejores comienzos para una novela que leerse pueda. Sirva este otro ejemplo para demostración de lo expresado: “Mr. Turnbull estornudó violentamente al introducírsele por su fosa nasal izquierda, la menos castigada por el tránsito de cocaína, la voluta de humo blanco que salía de la boca de su Smith & Wesson, tras disparar a la nuca de Lorna Reed…” Este rotundo comienzo pertenece a “Breve encuentro en el infierno”, fugaz incursión en la novela negra en los ya lejanos días de mi más tierna juventud. Y es que los comienzos, las primicias, los albores, los primeros balbuceos, las primeras manifestaciones de todo lo que nos sucede en la vida es la única belleza inmaculada, plena y pura que la Naturaleza nos ofrece. Todo lo demás, todo aquello que conlleve reiteración, aburre, traiciona y desespera. La nostalgia llega del recuerdo de lo que nace, del amanecer de una pasión, de la geografía primigenia, de los primeros embates de la vida. Pero cuando la vida se allana en la monotonía y en el bucle infinito de sus ciclos continuos, cuando esa vida pierde el ímpetu y el entusiasmo con los que el hombre la había al principio adornado, todo entonces se desmorona y se quiebra en una decepción que degrada la energía del cuerpo y del alma. Por eso otorgo tanta importancia al comienzo de una novela, algo que no otorgo a su final, porque pienso que la conclusión de la misma se encuentra en esas primeras líneas y no en las que concluyen la obra. Jamás he finalizado la escritura de una novela, no sólo por una falta absoluta de talento literario evidente, sino por una razón de orden moral en la que juega un papel importante una especie de consenso con mis limitaciones y mis ideas artísticas en términos absolutos. Porque la cualidad de artista la otorga la propia conciencia estética de cada individuo. El pintor flamenco Hugo van der Goes nunca se consideró a si mismo como un artista, sino como un simple y oscuro orfebre; sin embargo, el más ruin poetastro de Madrid, Lucio Guindó, analfabeto funcional y ripioso rimaletras, va por la vida sabiéndose un consumado artista a la altura de Virgilio o W. H. Auden. Y en consonancia con lo expuesto, ambos lo son, porque ambos, uno por defecto y el otro por exceso, uno porque lo creen los demás y el otro porque lo cree él mismo, a ambos los protege de la lluvia del fracaso el consolador paraguas del arte. Para terminar, trascribo unos versos de ambos poetas para ejemplificar lo antepuesto. Buenas noches.

El Mal enmudecido
tomó prestado el lenguaje del Bien
y a ruido lo redujo...
(W.H. Auden)


La gaita estruendosa
ensoberbece al lucense
que no gusta de la gaita
(L. Guindó)

15.5.20

458. Prontuario para enanas


          Los coleccionistas somos personas con serios problemas de desarrollo emocional, profundas alteraciones perceptivas y muchas heridas sangrantes en la autoestima. Detrás de un coleccionista siempre hay un alma arrugada, una infancia belicosa o una adolescencia trufada de virutas sado-masoquistas. Para no ser un coleccionista pobre hay que ser un coleccionista rico. Los coleccionistas pobres constituyen el 99,7% de todos los coleccionistas, y son aquéllos a los que me he referido en las dos primeras líneas de este memorándum. El 0,3% restante no tiene ningún problema emocional, ninguna alteración en su proceso perceptivo ni merma alguna en su autoestima. Estós últimos son los que coleccionan carros de combate de la 1ª Guerra Mundial, estelas mesopotámicas, prepucios de reyes judíos de la antigüedad, cornucopias estilo Regencia, cuadros de pintores prerrafaelitas y cosas así. El otro 99,7% colecciona monedas de dos reales, cromos de futbolistas, botones de nácar, imperdibles, pines, chapas de cerveza, miniatura de botellas de licor, conchitas de la playa y toda esa mierda. Éstos, que forman mayoría, suelen envejecer pronto y visten con tonos grises o tostados, se lavan lo preciso y suelen tener la uña de un dedo muy larga y cierta afección cutánea en los pliegues del cuello. Tienden al miserabilismo, aunque huyen de la pobreza; su miseria es más bien moral y se ríen mucho con los chistes malos, sobre todo con los chistes escatológicos. Los del 0,3% son, por el contario, señores o damas distinguidos, con pasta para regalar, huelen de manera exquisita, ellos suelen engordar prematuramente y ellas ganan en belleza y sex appeal con la edad. Coleccionan con clase, sin envidias desmedidas ni premuras de cateto en las subastas; no necesitan inmutarse ante la pérdida de un Breguet Maríe Antoinette o  un apunte a carboncillo de Vermeer; sin embargo, el coleccionista de pitorros de búcaro se mata a hostias con el que le antecede torticeramente en la captura de la pieza codiciada en el mercadillo de los gitanos del domingo. Yo hace años que dejé de coleccionar, más que nada porque me ponía muy nervioso. Tres eran mis colecciones: 1ª) Colección de relaciones sexuales plenas con actrices francesas. 2ª) Colección de premios literarios internacionales. 3ª) Colección de crímenes de lesa humanidad. La primera y segunda de mis colecciones están a cero porque mis esforzados esfuerzos no tuvieron la fuerza suficiente para obtener ni el coito francés con mademoiselles de la farándula ni el preciado galardón internacional de las letras. En cuanto a la tercera debo decir que también está a cero, porque no entiendo realmente qué significa el concepto de "lesa humanidad". Así que yo ya no soy comunista, perdón, colectivista, perdón coleccionista. De cualquier forma, sigo buscando a una bella actriz francesa que, tras la realización de varios coitos plenos con el que esto suscribe, me enseñe a leer y a escribir lo suficientemente bien como para ganar el Goncourt, por ejemplo, y de paso indicarme cómo se lesa a la humanidad (no sé si exterminando a la etnia guaraní verbi gratia, sería esta acción constitutiva de ser clasificada penalmente como de lesa humanidad). Si algún día todo esto ocurre, pues volvería a ser coleccionista, claro. Y de los del 0,3%, por supuesto.

13.5.20

457. Versiones de uno mismo


          Sería una patraña o algo derivado de esa manera hiperbólica de exponer las cosas que tenía Julita. Mentía mucho y eso le afeaba las cosas que decía cuando eran verdaderas. Era un no saber cuándo creerla o no, pero ella se lo había buscado desde que era niña y había que buscarla por toda la casa, escondida en el desván o enterrada en la hojarasca amontonada que Sebastián apilaba a la entrada del cobertizo. Luego nos quería convencer de que huía de un hombre que la perseguía, pero lo hacía utilizando para su relato una serie de detalles tan minuciosos que nos ponía a todos los pelos de punta. No se limitaba a poner cara compungida y soltar su mentira en una frase, no; ella nos transmitía con sus elocuentes palabras hasta el olor agrio del aliento de su perseguidor, el tono perentorio y arenoso de su voz, sus marcas en el cuello, la falta del cordón de uno de sus zapatos el color y textura de su ajada vestimenta. Nos quedábamos absortos y enredados en su evidente cuento, inermes ante su absoluta sensación de certeza y sus gestos corporales de verdadera angustia. Sus fantasías no correspondían a la típica patología infantil de ensoñación excesiva ni a un proceso de paranoia difícil a esas edades. Era la exposición pormenorizada de una realidad plena, que en el discurso de una niña de nueve años provocaba un estremecimiento en el corazón de los que la escuchaban.
          Han transcurrido los años. Julia ha desarrollado su cuerpo y su espíritu. Se ha convertido en una mujer esbelta, no demasiado atractiva, pero tampoco lo contrario. Sin embargo su inteligencia sí ha descollado muy por encima de lo normal. Escribe cuentos para niños, que ella misma ilustra; son cuentos con ese matiz de terror que han convertido las narraciones clásicas en mitos imperecederos. En sus ilustraciones, asimismo turbadoras, se intuye una oscuridad velada, pero muy presente, amenazadora, pero que a los niños les entusiasma a la vez que les sobrecoge. Ella sigue contando las cosas extraordinarias que le suceden, posee una mendacidad que no por acostumbrados que estemos a oírla deja de alterarnos. Es por ello que su última patraña, la que ha hecho que los demás miembros de la familia convoquemos esta reunión, nos ha de poner de acuerdo en cuanto a las medidas a tomar para poner término a tanta mentira.
          Yo, su hermano mayor, he intentado que sus mentiras las recluya en su ámbito personal, que no implique a los demás miembros de la familia en ellas, pero como de costumbre rechaza la mayor de mi exposición, al no dudar ni un ápice de la veracidad de sus asertos. Ayer nos aseguró con todo lujo de detalles el peligro que corríamos, peligro de muerte lenta y atroz, si no huíamos de inmediato todos los miembros de la familia a un lugar desconocido y seguro, porque un diablo cruento y muy expeditivo en sus métodos, iba a acabar con nosotros.
            Julia, Julita para todos nosotros, lleva varios días enterrada en la hojarasca amontonada que el hijo de Sebastián, que también se llama Sebastián como su padre, suele apilar a la entrada del cobertizo. Toda la familia, de momento, ha aplazado la reunión para mejor ocasión, y con cierta celeridad hemos reunido nuestros más preciados enseres, hemos hecho las maletas y nos hemos ido cagando leches a lugares muy desconocidos.