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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



20.10.19

450. Bromas aparte



          El otoño, estación de naturaleza crepuscular, se atomiza en alfileres por el aire de la mañana. La ciudad en la que vivo es incrédula con el otoño, fanática del estío, entusiasta de la primavera y humilde con el invierno, pero del otoño ni confía ni se siente partícipe, lo mira condescendiente como a un invitado inevitable e inoportuno.
          El otoño, como cualquiera de las estaciones, me importa un carajo. Siento la brusquedad de mis palabras, pero casi todo lo que ocurre en el cosmos me importa un carajo. La astronomía, las leyes físicas que intentan discernir el orden general que rige el movimiento de los cuerpos celestes, el clima y sus muchos avatares, los planetas y sus aburridas circunstancias siderales, toda esta pamema logística de lo inabarcable me la pela de manera absoluta. Nada de ello, incluidos los agujeros negros, la antimateria, la teoría de cuerdas me ayuda a que Lolita (si, coño, Lolita, la hija de La Faraona) se enamore de mí. A ella no solamente le importa otro carajo todo esto del cosmos—cosa que nos podría unir—sino que además le importo otro carajo yo, lo que redunda en mi estado de tristeza habitual. Cada día la quiero más (yobí yobí, yobí yobá), sea otoño o primavera. Pero ella a mí no.
          Resumiendo: estamos a finales de octubre, me suda la astronomía y estoy enamorado de Lolita Flores. Y como no tengo nada mejor que hacer, ayer me chupé íntegro un tutorial en el que un joven sudamericano—los protagonistas de los tutoriales siempre son sudamericanos sea la materia que sea de la que traten—me explicó pormenorizadamente qué cosa es la homotecia. Pero el conocimiento de la ecuación que demuestra la relación existente entre los objetos matemáticos homotéticos me dejó igual de triste, si no más que antes. Ya de noche, en otro golpe astral, me dio por escuchar la discografía completa de un grupo alemán llamado  Einstürzende Neubauten. La tristeza, mi tristeza, alcanzó el rellano de la escalera. Me he levantado de color gris, con la boca pastosa, llevo un pijama desconocido con motivos de propaganda LGBTI, desayuno por inercia cereales de antaño y fruta de temporada. Pongo un microsurco antiguo de Lolita, de 1975 (“Amor, amor”). Transcribo la letra para deleite de mis lectores/lectoras:

          Amor, amor, amor, amor, amor
Quisiera detener
Ahora el tiempo
Por estarme contigo
Siempre sintiendo
Como yo siento ahora
Nunca he sentido
Me haces soñar despierta
Me siento niña
Amor, amor, amor, amor, amor
Cuando miro a tus ojos
Azul del cielo
Es blanca tu sonrisa
Trigo es tu pelo
Yo veo amanecer
En tu semblante
No quiero separarme
De ti un instante
Amor, amor, amor, amor, amor
Estoy enloqueciendo
Hoy quiero eso
Vivir de tus caricias
Y con tus besos
Porque estando contigo
Es todo tan hermoso
Que me siento feliz
Con verte a ti dichoso
Amor, amor, amor, amor, amor
Amor, amor, amor, amor, amor
Amor.

15.10.19

449. La anomalía


          Los soldados vivaquean a las orillas del Volga. Una nube, un cirro en forma de langosta, se aproxima por el Este. El sol, de un amarillo terroso, gobierna el mediodía, y el viento de levante hace latir la copa de los tilos y los dispersos alerces. El río es un espejo curvo que se retuerce entre campos devastados y bosques casi extintos.Todo es olor a pólvora, todo es humo. El aroma pestilente de la guerra enajena todo aquello que de vida natural ha reinado entre los hombres. Los pájaros huyen y las orugas, atónitas, se aquietan entre los terrones diseminados de la tierra reventada.
          El cabo H., que morirá dentro de cuatro horas, descansa en este intervalo que ofrece la batalla. Piensa, medita y llora lágrimas espesas, turbias, lágrimas de miedo y desesperanza. Todos sus compañeros de pelotón han muerto, sólo queda él. Dentro de unos minutos, el mando ordenará el avance, cruzarán un puente de hierro e intentarán hacerse con la colina. Dentro de cuatro horas yacerá en la hierba con la cara destrozada. El cabo H. tiene diecinueve años, no sabe rezar, apenas sabe leer, su padre murió en otra guerra y su madre sabe que su hijo no volverá. El cabo H. no comprende la vida, y no comprende la muerte, con su edad es difícil comprender algo. Sabe, en su parca experiencia, las cosas que le han provocado alegría, esperanza, gozo, emoción, y las otras que le provocaron inquietud, miedo, angustia y dolor. Quizá sea éste el único conocimiento verdadero que necesitamos para vivir. El cabo H. siente una punzada en el esternón, es una opresión lóbrega, como si un gran insecto alado despertara en su pecho y se desperezara antes de echar a volar. Un amargor supurante anega la garganta del joven soldado, que baraja negaciones a todo cuanto ve a su alrededor en un anhelo de desaparecer de aquel inhóspito y mortecino paisaje. Su mirada se oscurece o es el cielo el que se apaga en un florilegio de ocaso y humo.
          Ya la orden de avanzada moviliza los cuerpos derrotados. Un orden somero de hombres armados enfrenta el puente con la justa marcialidad de reptiles ciegos abocados a la hoguera.

8.10.19

448. La pelliza de Montiel


          La tijeras.

Las tijeras brillan semi-abiertas sobre el tapete azul.

          La jarra de agua.

La jarra de agua, cubierta con una tenue servilleta de hilo, al lado de las tijeras, deforma, desde mi posición, quebrándolas, la longitud y horizontalidad de las partes niqueladas. El líquido deforma la geometría del cortante objeto en una metálica dismetría de óptica quebrada y turbia refracción. La alquimia de la imagen rota, el sustrato mágico del filtro acuoso que suscita la metáfora de cuantas cosas vemos en el mundo real y que nos engañan y sugieren otras realidades en los mundos que no vemos.

          La garganta de Brenda.

La garganta de Brenda, pienso en su cercana garganta, las tijeras semi-abiertas me obligan a fantasear con su cuello inmóvil, durmiente, ligeramente inclinado, la cabeza apoyada en un ángulo del sillón. Un ligero latido subyace en la piel, cerca de esa zona donde confluyen y anudan venas y arterias suavemente fluctuantes, serenas, de un dinamismo tenue y maquinal. Sería tan fácil hundir allí las tijeras y admirar cómo el bronco géiser tiñe de rojo las cortinas, la alfombra y el viejo quinqué de la mesita. Brenda transitaría de la vida a la muerte entre mínimos estertores, dos ligeras convulsiones a lo sumo, y se hundiría en la oscuridad plena sin saber siquiera lo que estaba ocurriendo.

          El instante.

El instante, porque sólo ha sido éso, un instante, ha revertido toda la pasión, toda la poesía y el ardor romántico de la escena casi gótica del asesinato que iba a tener lugar. Mi mano ya asía con fuerza las tijeras cuando Brenda desliza su brazo y con la palma de su mano desplaza ligeramente una de sus nalgas y expele una ventosidad tronante, mefítica al instante, de duración desoladora. En mi carrera hacia la puerta se me caen las tijeras y tropiezo con la tuba dorada del abuelo Elmintio. El corazón se sosiega poco a poco en el rincón de las agalias del jardín, recupero el hálito pulmonar adecuado y relajo el espíritu encendiendo una Abdullah emboquillado. Pero, de todas formas, el llanto está ahí y las lágrimas ya brotan insurrectas de mis ojos y anegan mi incipiente barba de asesino fracasado. Oigo la cantarina voz de Brenda que me llama desde la puerta y me reclama para que la acompañe a merendar los mojicones con cacao que ha preparado. Espero que se haya lavado las manos.