Hay un trampantojo en el muro que se encuentra frente a mi ventana. Allí alguien ha pintado con extraordinario realismo a mí mismo asomado a la ventana con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con realismo admirable, representara mi precisa figura asomada a mi propia ventana con la expresión facial propia de quien observa, a través de la ventana, el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado con realismo digno de encomio mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud. No sé el tiempo que la pintura lleva ahí, nunca abro la ventana, por tanto, nunca me asomo y nunca, por tanto, veo el muro; es más, nunca sospeché que un muro se disponía frente a mi ventana, porque nunca la abro y, por tanto, nunca me asomo. Cierro la ventana. Me siento en la silla única bajo la única bombilla y reflexiono. Mis libros se hallan inestables en la librería; mi cama está desvencijada; la vieja cómoda se tuerce hacia un lado. En realidad son mis libros los que son inestables, es mi cama la que en su esencia es desvencijada, como torcida es en sí misma la vieja cómoda. Pero delante de mí tengo una mesa muy estable, sólida y derecha. Su potencia formal desluce aún más la escasa formalidad de los escasos muebles que la rodean. También es escasa la luz de la bombilla. En mi mundo de escasez voluntaria esta mesa desentona. No sé cómo llegó aquí. Una pátina de polvo gris le da incluso una prestancia de objeto venerable, como las sienes plateadas a un venerable prócer. He dicho que me he sentado para mejor reflexionar. Mi reflexión pretende dar luz a un enigma, o a dos. En primer lugar, si nunca abro mi ventana, ¿por qué, entonces, la he abierto hoy? En segundo lugar, ¿por qué nunca abro mi ventana? La mesa parece que incrementa sus dimensiones, la veo no sólo más ancha y más alta, sino que aumenta su sensación de solidez. Respiro con cierta dificultad, siento opresión en el pecho y mi pulso se acelera. Entro en pánico. Las perspectivas se alteran, los ángulos de los rincones del suelo y del techo se desequilibran en un estallido expresionista que solivianta un miedo escondido pero irrefrenable, que albergaba sin saberlo dentro de mi cabeza. Sudo inmóvil, la mesa sigue aumentando su escala en dimensión y densidad. Un zumbido de solenoide nace en el interior de mis oídos y progresa hasta la exasperación. La inmovilidad se hace pétrea y mi ropa adquiere la naturaleza de la misma roca en la que me voy convirtiendo. La luz de la bombilla solitaria va aumentando su luminiscencia hasta alcanzar cotas cegadoras. Cierro los ojos con la hermética violencia del aterrado y mantengo una tensión mandibular que hace impensable la futura emisión de una palabra o un grito. Soy una piedra que suda aterrada y muda en una habitación ocupada por un duende perverso, que juega con las proporciones, perspectivas y dimensiones de todo lo que me rodea. Y ahora es un temblor lo que deviene de este mundo de espanto, mínimas trepidaciones que nacen de cualquier punto interno o externo. Todo vibra en una suerte de crispamiento febril, muy fino al principio, hasta que desemboca en un calambre de espasmo único y universal. El mundo, mi mundo, revienta sus costuras y deja a la luz, descubiertas, las violáceas vísceras de un submundo tronante, dislocado, demente, infernal. En un instante, dentro del caos, pienso que todo esto, este fin de mundo que se cierne sobre mí, no puede dilatarse más en el tiempo, la esencia de esta locura ha de ser finita, porque su dimensión temporal vislumbrada un poco más allá, no podría ser concebida ni por una potencia divina. Y es así cómo otro de los prodigios estalla en derredor en forma de suspensión inmediata de todas y cada una de las anomalías. En una décima de segundo el orden cósmico y doméstico se adueña de todo. Forma y fondo, continente y contenido, cuerpo y espíritu se someten sumisos al canon y a la regula. El cuadro o el fotograma expresionista que conformaban los ángulos de mi habitación se sosiegan en una estampa de naturalismo íntimo, congelado en su quietud y en su silencio súbito. El torbellino cesa, el marasmo se difumina veloz, como veloz fue su aparición. Miro a mi alrededor y todo vuelve a estar en calma, miro en mi interior y todo vuelve a estar en calma, siento como la fuerza vital invade mi cuerpo lo suficiente para poder incorporarme y dar unos pasos, me veo capaz de cargar con mi caja de pinturas, con mis pinceles, porque yo soy artista, soy pintor, soy un muralista, un artista urbano. Bajo la escalera, salgo al callejón donde vivo y doblo la esquina, subo al andamio y me dispongo a componer en el muro de enfrente a mi ventana un trampantojo que, con realismo extraordinario, representa la figura de mí mismo asomado a la ventana, con la exacta expresión de asombro que pondría si descubriera frente a mi ventana un trampantojo que, con extraordinario realismo representara mi exacta figura asomada a mi propia ventana, con la expresión facial propia de quien observa a través de la ventana el muro habitual, pero en el que un artista desconocido ha pintado, con realismo digno de encomio, mi propia imagen asomada a la ventana con cara de sorpresa, al comprobar que el trampantojo es como un espejo que lo refleja con pulcra exactitud.
+
FUMPAMNUSSES!
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
29.8.18
14.8.18
440. Y
En algún momento haré amigos. Hasta ahora no he podido conseguir nada más que algún que otro conocido, pero amigos de verdad, aquéllos que te prestan a su mujer o a sus hijas aún mocitas, aquéllos que matarían por ti o se inmolarían en pira pública si tú se lo pidieras, no, de esos no tengo ninguno. Sé que tengo un concepto muy elevado de la amistad, condición o virtud que considero muy por encima del amor. Éste florece y marchita en ámbitos enzimáticos, endorfínicos y glandulares, en donde no podemos manejarnos con soltura y donde la voluntad o la libertad personal fallece por consunción temprana. Sin embargo la amistad se deja sedimentar, surge ausente y limpia, sin impurezas venéreas ni turbulentos sesgos. Deseo, es mi deseo, sentir la emoción de la amistad, sentir la pureza de intereses comunes y proyectos compartidos, sentir la unión o comunión de soledades y sentir, por último, la irrupción en mi vida de una preocupación enraizada fuera de mí. El amor, que siempre anhela la posesión, lo rechazo y marcho en pos de la amistad, que nada posee y sólo busca un pequeño vínculo, quizás efímero, pero soberano en la menudencia de lo que realmente somos. El amor es para los dioses, que rigen con soltura la tormenta cruel de sus pasiones, el tumulto inconfesable de su ardor primigenio. No creer en el amor me ha traído consecuencias, alguna de ellas muy difícil de sobrellevar en esta sociedad tan taxativa para ciertos órdenes de cosas. No he tenido jamás contacto sexual alguno con ningún humano, animal o cosa. Ni conmigo mismo. Ni siquiera de pensamiento. Soy virgen doncel a mis sesenta años. Soy muy velludo y barrigón, también estrábico y el vitíligo arrasa el dorso de mis manos y mi frente. Soy socio fundador del Club de Amigos de la Boina de mi ciudad y soy también muy aficionado a la pesca en su modalidad de anzuelo con mosca. En algún momento, estoy seguro, haré amigos. Porque sí, porque mi cordialidad es muy notable. Poseo gracejo innato y sé contar chistes muy buenos y graciosos. Les contaré uno: Va uno de Logroño con su caña de pescar por la calle del Palito y se encuentra con otro de Logroño con una cesta llena de pasaportes viejos de Marruecos. Entonces el de la caña le dice al de la cesta: "Pero, hombre, Arsenio, ¿qué haces para que las canas que platean las ancianas sienes de la golfa de tu madre tiemblen en las lúgubres noches de plenilunio?". Y va el otro, el de la cesta con visados marroquíes, y le contesta: "No, paisano, no, si fuéramos ahora en busca del chatarrero, lo encontraríamos a cuatro patas dispuesto, bajo palio, en el lupanar que regenta la madre golfa que tú tienes". Bueno, pues como éste, me sé cien, si no mil. Ardo en deseos de compartir las risas y gozos que estos chascarrillos provocarían en mis futuros amigos. Pero a lo mejor resulta que no soy gracioso, que no sólo mi aspecto me hace repulsivo, sino que mi forma de ser es indecente, grosera y antipática hasta límites insoportables para los demás. Sin embargo, siempre que me escupen, nunca respondo y cuando me lanzan botes de mermelada, no se me ocurre ni tan siquiera protegerme ni acudir al encargado del súper, porque es él, generalmente, el que me escupe y me lanza el bote de confitura. Creo, pues, en la amistad, aunque nunca la haya experimentado. Agredo poco o nada, nunca hiero, nunca recito versos de Bukowski a doncellas o a sus ayas, nunca aborrezco a los sarasas en su presencia, nunca disparo, porque no creo en las armas de fuego ni en las otras, nunca camino sobre lonchas de salami ajeno, nunca meo bajo aleros de casa obrera, nunca abono con mi caca la jardinería laica de Capitanía, nunca digo la palabra "jamás" dos veces en el mismo día. Soy, por tanto y en consecuencia, un hombre bueno, digno de amistad y camaradería, de confianza e intimismos de barra, de abrazos y mojicones de jolgorio compañeril. Pero vivo tan solo como sólo puede vivir un etíope en el sur de Nagasaki. Todo esto no es tragedia para nadie, ni siquiera lo es para mí, solo que algo tengo que contarles. Me consta que nadie se ha reído con el chiste que conté con anterioridad. Yo, tampoco. La verdad es que me lo inventé sobre la marcha, para sorprender más que nada, a ustedes y a mí. Pero no lo he conseguido. Tengo cicatrices numerosas en el cuero cabelludo, son muchos los frascos y botes de mermelada, de latas de berberechos, de envases familiares de ColaCao® los que me ha tirado a la cabeza el encargado del súper, lleva años haciéndolo. Él también está solo, no tiene amigos. Lo he seguido muchas veces y sé que vive solo, no saluda nunca a nadie, pasa los fines de semana en el zoo observando al rojizo orangután malayo, que le arroja al rostro muchas veces bolas de excremento y le muestra groseramente el culo con lascivia inopinada. Come en un barucho cerca de su casa mirando el televisor y luego se va, con paso dudoso, a la baranda del puente, a veces pienso que con intenciones autolíticas, al menos es lo que parece, si damos crédito a la oscura sombra que enturbia en esos momentos sus pupilas casi amarillas. He notado últimamente que los envases que me tira a la cabeza son cada vez más pequeños y lanzados con una fuerza cada vez menor. Ayer, algo muy extraño, me lanzó un paquete de Kleenex®, y atisbé en su cara, antes del golpe, una especie de amigable sonrisa o algo muy parecido.
13.8.18
439. Nueve huevos
...y sí, es evidente que el dinosaurio sigue ahí, arrancando los brotes tiernos de las ramas más altas de los fresnos que menudean alrededor del pozo y masticándolos con la parsimonia mandibular propia de estos descomunales animales. También es evidente que yo sigo aquí sentado, apoyada la espalda contra las piedras lisas del pozo y ya despierto, los ojos aún letárgicos en la última inercia del sueño, pero dispuestos a la nueva vigilia. No sé el tiempo que dormí, tampoco reconozco dónde estoy ni qué soy, pero me siento parte integrante de lo que veo, conozco el nombre de las cosas, pero no el mío. Me levanto con dolor y me cuesta mucho comenzar a andar, las rodillas crujen y los brazos pesan como si fueran de plomo. Intento recordar, pero el olvido que me invade me provoca algo parecido al placer, como si estuviera protegido, a salvo, confortablemente instalado en mi hábitat natural. Detrás del dinosaurio, a lo lejos, unas chimeneas muy altas expelen un humo amarillo que perturba la visión de los tres soles declinantes. Aromas de mirto y canela siembran el aire de vapores extraordinarios en un escenario de realidad impalpable o de palpable irrealidad, todo inmerso en una textura sensual y onírica. El decorado va cambiando mientras me desplazo, como un diorama que me rodease sin repetir escenas. Sin embargo el dinosaurio sigue allí, quizá sea otro dinosaurio. Bajo sus patas colosales la hierba azul desprende su savia odorífera y pegajosa y se mezcla con la tierra roja trufada de escarabajos pardos, negros y laboriosos. Cruzo amplias y desiertas autopistas, atisbo en el horizonte trenes desmedidos, veloces como pensamientos, silenciosos como el olvido. El olvido. Lo vivido. Mi vida que no siento. El tiempo fracturado, el tiempo que habrá terminado o que habrá comenzado, el espacio temporal de este interregno en que despierto de la vigilia y duermo el sueño de una inconsciencia definida y plena. Los pasos que doy explican distancias que mis piernas no entienden y sé que deambulo por estos confines en una suerte de designio estocástico, tan arbitrario como la dirección que toma la nube roja que persigue juguetona a aquella bandada de pájaros de cristal. Podría ser que aún sueño y que todo es la falsa realidad de la noche, la desconexión inconsciente de la conciencia, podría ser..., sin embargo el dinosaurio deja de mascar por un momento, gira con gran lentitud su cuello eterno y me mira con solemnidad. Camine por donde camine, él siempre está ahí. En su pupila se expande el cosmos, negro, con puntos de luz estelar, terrible y neutro. De sus fauces terrosas nace el aliento que todo cubre y que todo humedece. Así continúo absorto mi camino en esta singular naturaleza de espectros telúricos y visiones miríficas. Sin recuerdos, sin proyectos, ahogado en un presente de plenitud mensurable en un universo inconmensurable. Sin deseos ni anhelos, sin pasión alguna que enturbie mi sendero, sin vergüenza ni rencor que encienda mi pensamiento, sin ceder ni oponerme a nada ni a nadie. No hay combate, no hay denuedo, sólo sigo este camino que me asimila y al que me adhiero con obediencia, escribiendo la página en blanco de mi conciencia nueva con la tinta de lo que veo, de lo que oigo, de lo que huelo y saboreo, de lo que toco. Sospecho mi soledad, aunque detrás de aquella colina azul hay grúas que se mueven, y más allá veo la caída de grandes árboles que han sido talados, y construcciones gigantescas, y barcos en un horizonte náutico y acerado. Nubes multicolores forman un cielo caleidoscópico, cambiante, que hacen de la luz un juego de prismas, convertida en una fina lluvia de fotones infinita. Pero siempre que mi mente se concentra, el dinosaurio sigue allí. No me sigue ni persigue, simplemente está allí. Forma parte de mí o forma parte de la vida que llevo desde que desperté, o soy parte de su sueño, de su pensamiento, soy tan solo un punto móvil en su campo visual. Soy en la medida que él es. Sin él, yo no soy. He nacido o he renacido, de momento no puedo resolver esta cuestión. En este magma de inmanencias y trascendencias de las que no me siento partícipe, nada viene a mí y nada huye de mí, soy sin sentido en un sinsentido que, al ser pleno, contiene el germen de la razón pura. Las acometidas de forma y fondo que acompañan mi camino me hacen añorar dimensiones desconocidas, que sé cercanas, al alcance de mi mano, pero ingobernables para un ser adimensional como yo. Pienso "yo" y algo se resquebraja en una parte muy profunda de mí, como si al descubrir la combinación que abre la cripta, viera el cáliz de sangre quebrado y profanado. Ni persona ni hombre ni bestia, ni flor ni roca, sólo una bruma sutil en la sombra de un olvido, sólo bruma de recuerdo, de pasado, de muerte lejana y remoto nacimiento. Ideas con dureza de obsidiana, pensamientos férreos y sentimientos pesados como el mercurio en este mundo de decorado infinito, blando y tenue como el éter, al que rodea este cielo luminoso de planetas de algodón, de estrellas que pululan como luciérnagas alrededor de mundos irisados. Y lejos, muy lejos, la hecatombe de cometas deja un rumor como de sinfonía esencial, música de eternidad que dilata la pupila del alma y dulcifica el futuro inmediato. Un cansancio inmemorial enlentece todos los músculos de mi cuerpo, mis órganos aminoran su flujo enzimático, y el cerebro difumina la pasión de las sinapsis, dejándolas como una malla inerte que, muy despacio, me dispone a un letargo indefinido, poderoso, imbatible. Detengo mis pasos en el mismo pozo, o en otro quizás, apoyo mi espalda en él, sentado sobre un césped azulado, el sueño me vence, mis dedos se enredan en la hierba y un insecto de caparazón rojo sube por mi brazo. Aún me da tiempo de sentir a mi lado la presencia del dinosaurio, y creo que se está riendo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)