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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



12.11.16

391. El furor como coartada


          Mientras ponía la mesa, la abadesa ponía cara de no ponerla. El abad, en tanto en cuanto volvía del revés el palíndromo del zorro, se hacía el longuis y ejecutaba con las servilletas lo que ningún clérigo debería ejecutar nunca con una servilleta, y menos aún delante de una abadesa tan mordaz como la Madre Ramira. Eran los únicos habitantes de la primera y única abadía mixta de la cristiandad, producto extravagante de la disidencia que se produjo durante el Tercer Concilio Ecuménico celebrado en Texas en 1888, año, curiosamente, del nacimiento de la hermana de mi abuela materna (la querida y recordada Tita Aya). El padre Rocco Longcock, que así se llamaba el clérigo, provenía de la Provenza, la monja Ramira, de apellido(s) Sordo Puig, provenía se la Siberia profunda, aquella zona de lobos gordos que linda con la frontera norte de China, donde menudea una raza de lobos sumamente delgados, pero muy belicosos y antipáticos, que los chinos de la zona llaman "Lu", que significa literalmente "lobo delgado, belicoso y antipático" (los rusos de la frontera norte no existen, se fueron emigrando poco a poco a Finlandia, asustados por la proliferación de lobos gordos. En ruso no hay palabra específica para ellos, para los lobos gordos). Dejamos, por el momento, la historia de la pareja abadesa, ella poniendo la mesa y el abad haciendo guarrerías con la servilleta. Esta imagen costumbrista quedó plasmada en un cuadro (perdido) de un discípulo de Vermeer que, a la sazón, era hijo de una puta famosa de la zona, llamada Narcisa "la Ombliguitos", pues la susodicha meretriz poseía la peculiaridad de tener ombligos dispersos por toda la superficie de su amplio abdomen. El edificio de la abadía, antiguo secadero de altramuces, restaurado por la orden de arquitectos mendicantes en 1889, quedó pulverizado en 1890 tras el terremoto de magnitud 10, según la escala de Richter, que asoló sólo el edificio recién restaurado. El epicentro se localizó en la alacena de la cocina de la abadía. La nueva construcción se realizó con un material nuevo, cuya consistencia era semejante a un híbrido entre esponja y gomita, con el fin de evitar desgracias personales en caso de otro terremoto de magnitud semejante. Volvamos a la historia del abad y la abadesa. Una vez instalada la pareja de abades en la nueva y blandita abadía, y no teniendo nada qué hacer ni de qué hablar, ella se dispuso a poner la mesa, pero como quedó reseñado, con cara de no ponerla, y él comenzó de nuevo a desarrollar la serie de procacidades servilleteras, ejecutadas con sorprendente ingenio, todo hay que decirlo, cada una de las cuales superaba a la anterior en perversión y salacidad concupiscente, y que no describiré aquí, dado el gran contingente de jóvenes que siguen estos escritos míos y que no deben malearse más de lo que se malean con el whisky barato que ingieren bajo los puentes. Curiosamente el fuego no prendió en la estopa que unía a la pareja de religiosos. No hubo coito alguno en los cuarenta años que duró su relación claustral, ni tan siquiera un atisbo de deseo lascivo entre ambos. Quizá en algo influyera la muy más que notable, intrínseca y palmaria fealdad de ambos, la custodia ferviente de su celibato jurado o las muy crudas auto-flagelaciones a las que con virtud suprema se sometían cada noche. El primero en morir fue el Padre Rocco. Lo hizo ahogado en su propio vómito, vómito que solía acumular y guardar, por mero aburrimiento, en una pequeña alberca, seca al principio de su vida en el cenobio, pero llena de sus vómitos al cabo de cuarenta años (hay que decir que vomitaba muy bien y frecuentemente). Un día, llevando una cántara de vómito reciente, resbaló en el borde y cayó a la alberca. Al día siguiente, cuando la Madre Ramira lo encontró, ya no había nada que hacer. Ella murió doblando servilletas una tarde de otoño en que se le olvidó respirar de manera habitual, había días que respiraba sólo tres o cuatro veces, y aquella tarde se le olvidó del todo. Los zorros de la comarca se dispusieron de forma asimétrica, en filas y columnas, pero la mitad del revés. Todos los arrozales de las marismas de la comarca se secaron para siempre de forma muy inaudita.

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