Antes de que me lleven al paredón (no sólo a mí, a muchos nos llevarán), antes de que eso suceda (no crean que falta tanto) sería conveniente que me despojara de todo el lastre posible para ir más ligerito a la tapia del cementerio, aunque viendo el cariz de los verdugos, es posible y probable que opten por el tiro en la nuca, de rodillas y frente a la fosa común, la excavadora amarilla pendiente del evento para volcar la tierra y los cuerpos en la gran zanja practicada previamente. Me imagino un día de primavera luminoso, nada de frío, nada de lluvia, nada de grisura trágica decorando las ejecuciones, el atrezzo mínimo propio de las soluciones finales. A mi lado, lo veo claro y nítido como si ya estuviera ocurriendo, hay muchos como yo, todos asustados, lívidas sus caras, algunos llorosos, otros estupefactos. Hay mujeres, niños, sacerdotes, travestis, negros, minusválidos, empresarios, sindicalistas, vagabundos, artistas, jornaleros, militares, terroristas, aristócratas, políticos... La paridad absoluta de la muerte, la plena democracia de la solución final.
Mi rostro no llora, no está ni estupefacto ni lívido, ni tan siquiera asustado. He soltado con prontitud todo el lastre posible para que la bala entre y salga sin obstáculo alguno, cumpliendo su misión asesina con limpieza y eficacia. Convertido en polichinela desmadejado, en huero autómata descoyuntado y sonriente, me dispongo a cumplir con los designios ajenos, mero argumento de sus fuegos internos, de su iracunda beligerancia, de sus odios ancestrales.
¿Y de qué me he despojado, dirán ustedes? ¿Qué clase de lastre he soltado? Pues me he visto obligado (para que la muerte sea más sucinta e indolora) de todas aquellas abstracciones, conceptos y disposiciones de pensamiento que han ido acumulándose en esa zona del cerebro que domina la parte más blanca y natural de su materia gris, aquélla que inventa la esperanza, que diseña la alegría, que lo llena todo de ritmo y armonía, la parte que se entera de la música, que comprende los colores, que recuerda el olor de mamá, el olor de la mesilla de noche de papá, la parte que ordena los recuerdos por su contenido en nostalgia y los afectos por las marcas de felicidad que nos han dejado. La parte que eriza nuestra piel con las espinas de un poema, con el roce de un talle amado, con la imposibilidad de una nube o el azar de un trino en la amanecida de nuestra juventud. De todo ello me deshice para que el plomo no depositara mácula alguna sobre la parte más preciada de mi existencia. Para facilitarle el camino que atraviesa otra zona cerebral más inhóspita y oscura, en la que se depositan los detritus más infames que generamos los humanos (bueno, que genero yo) y que se traducen en la bilis negra de la indignación proclive a la violencia imaginada, al exabrupto poco matizado, a posturas maximalistas, a la ira rabiosa y a la consecución del peor estado en que nos podemos sumir: la tristeza.
No sé como lo voy a hacer, pero sé que lo voy a hacer cuando llegue el momento. A la zanja sólo caerá mi cuerpo y esa parte humeante y podrida que ocupa una parte nada despreciable de mi alma. Creo que no me resultará demasiado difícil.
O tal vez sí.
O tal vez sí.
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