Estaba cercana la muerte de todo
y de todos. Un atisbo de nardos y lirios relampagueaba chiquito en las lágrimas
de vidrio de la vieja araña del comedor. Los átomos de polvo en suspensión
sedimentaban su vuelo sobre la alfombra otrora refulgente de vívidos colores y
hoy convertida en un grueso sudario gris y ajado sobre el crujiente entarimado,
donde las termitas orquestan una ínfima y constante sinfonía de percusiones
mínimas y destructivas. Ya murieron los abuelos, mis padres, mis tíos; mis
primos se fueron desperdigando para no volver; hasta siento la ausencia de los
hermanos que nunca tuve. Regreso al caserón familiar, ajeno a su decadencia, a
la decrepitud de sus espacios, al llanto oxidado de sus espejos, ajeno a la
mezcla de olores ya vividos, impregnadas sus paredes de gritos, voces, risas,
confidencias, secretos y recuerdos. Los pasos perdidos se abisman en
habitaciones oscuras, fenecidas en una verde y acuosa tiniebla, ahogadas en su
tedio irredento, plegadas a un tiempo que se hace eterno en las tardes
infinitas del domingo; ámbitos domésticos que se aclimatan con tristeza a una
vida de silencio, de fantasmas imposibles, de murmullos disonantes. A través de
un ventanal, el jardín que rodea la casa deviene en manglar lujurioso de
espinos, cardos y malas hierbas, que trepa por los ríspidos manzanos
envejecidos y asolan la tierra desvencijada y vencida. Me asomo a los
dormitorios, al salón, a la cocina, a las dependencias del servicio, me asomo a
los balcones para divisar un crepúsculo ceniciento de noviembre, con un mar que
se intuye tras la formación estricta de un grupo de álamos y los pocos y pobres
sauces que se precipitan al borde del acantilado. El frío es húmedo, ventoso,
con presagios de chubasco; la carretera que acerca al pueblo es una culebra
muerta en su gris inmovilidad. Hay graznidos de gaviotas que no se ven. Algo
más allá de la verja herrumbrosa de la entrada, al lado de mi coche veo a un
hombre que parece un árbol en su extraño estatismo, en su verticalidad y hasta
en su naturaleza. Me mira sin verme, me sabe en el balcón y me ignora como si
mi presencia fuera sólo un accidente pasajero y sin consecuencias. En un
momento, tras un tiempo sin medida, se agacha y coge con su mano nudosa un
puñado de tierra seca, se levanta y la deja fluir entre sus dedos, provocando
este gesto una estela volátil de polvo que se pierde entre la bruma de
matorrales. Una sonrisa triste se dibuja en el mapa arrugado de su cara. Comienza
a llover de manera brusca, inopinada, el hombre se da la vuelta y con extrema lentitud
se aleja sendero arriba.
Estaba
cercana la muerte de todo y de todos.
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