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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



6.2.16

367. Cartografía del hambre


          Estaba cercana la muerte de todo y de todos. Un atisbo de nardos y lirios relampagueaba chiquito en las lágrimas de vidrio de la vieja araña del comedor. Los átomos de polvo en suspensión sedimentaban su vuelo sobre la alfombra otrora refulgente de vívidos colores y hoy convertida en un grueso sudario gris y ajado sobre el crujiente entarimado, donde las termitas orquestan una ínfima y constante sinfonía de percusiones mínimas y destructivas. Ya murieron los abuelos, mis padres, mis tíos; mis primos se fueron desperdigando para no volver; hasta siento la ausencia de los hermanos que nunca tuve. Regreso al caserón familiar, ajeno a su decadencia, a la decrepitud de sus espacios, al llanto oxidado de sus espejos, ajeno a la mezcla de olores ya vividos, impregnadas sus paredes de gritos, voces, risas, confidencias, secretos y recuerdos. Los pasos perdidos se abisman en habitaciones oscuras, fenecidas en una verde y acuosa tiniebla, ahogadas en su tedio irredento, plegadas a un tiempo que se hace eterno en las tardes infinitas del domingo; ámbitos domésticos que se aclimatan con tristeza a una vida de silencio, de fantasmas imposibles, de murmullos disonantes. A través de un ventanal, el jardín que rodea la casa deviene en manglar lujurioso de espinos, cardos y malas hierbas, que trepa por los ríspidos manzanos envejecidos y asolan la tierra desvencijada y vencida. Me asomo a los dormitorios, al salón, a la cocina, a las dependencias del servicio, me asomo a los balcones para divisar un crepúsculo ceniciento de noviembre, con un mar que se intuye tras la formación estricta de un grupo de álamos y los pocos y pobres sauces que se precipitan al borde del acantilado. El frío es húmedo, ventoso, con presagios de chubasco; la carretera que acerca al pueblo es una culebra muerta en su gris inmovilidad. Hay graznidos de gaviotas que no se ven. Algo más allá de la verja herrumbrosa de la entrada, al lado de mi coche veo a un hombre que parece un árbol en su extraño estatismo, en su verticalidad y hasta en su naturaleza. Me mira sin verme, me sabe en el balcón y me ignora como si mi presencia fuera sólo un accidente pasajero y sin consecuencias. En un momento, tras un tiempo sin medida, se agacha y coge con su mano nudosa un puñado de tierra seca, se levanta y la deja fluir entre sus dedos, provocando este gesto una estela volátil de polvo que se pierde entre la bruma de matorrales. Una sonrisa triste se dibuja en el mapa arrugado de su cara. Comienza a llover de manera brusca, inopinada, el hombre se da la vuelta y con extrema lentitud se aleja sendero arriba.
          Estaba cercana la muerte de todo y de todos.

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