(Antes de que con la avidez intelectual con la que habitualmente acogen las entradas de este exuberante y apasionado blog, he de advertirles, amables lectores, que esta entrada de hoy es la más aburrida de todas, por lo que no deberían malgastar ni un minuto de su valioso tiempo en su tediosa y abstrusa lectura. Queden en conocimiento y con Dios).
En un principio sólo era la Duda, la Duda infinita en forma de Dios. Su poder, dudoso, era sólo sobre Sí Mismo, y no había duda que no lo hiciera devenir aún más en el dudoso conocimiento a que le avocaban todas y cada una de las preguntas sin respuestas que lo rodeaban. La Duda Divina y definitiva, eterna y completa conformaba, pues, un comienzo, un principio ontológico digno de tener una denominación original y primigenia, digamos que la deificación de la duda o la dudosa divinidad tendría que constituirse en algo, si no tangible, sí al menos con un rasgo de solidez, de esencia mensurable, y a esa metáfora primera, mitad duda indecisa, mitad mito divino o Dios mitificado, quiso la inercia entrópica llamarlo Verbo.
En efecto, el Verbo quedó constituido en un metaprincipio que algunos pirotécnicos de imaginación inope motejaron big-bang. El suceso imaginado o real reporta una consecuencia histórica: el Verbo nos estalló en las manos en una tarde de ocasos enfrentados entre soles negros y lunas de un verde lorquiano de los que nunca nos pudimos desprender.
Para enredar mucho más el devenir del festín eterno, alguien de dudosa divinidad, o de una divina indecisión, convirtió el Verbo en Carne. Nunca nadie sabrá qué arcano cósmico tuvo que subvertirse para que esto fuera así, qué nube de galaxias, de titánicas constelaciones, tuvo que licuarse para que semejante conversión tuviera lugar. Convertir el Verbo en Carne (?). ¿Por qué no en lirio? De la Duda, entonces, pasamos al Verbo, y de Éste, a la Carne. En esta lentísima progresión (¿regresión?) las metafísicas se debaten/se rebaten, se roban unas a otras el catalejo, el telescopio o, sensu contrario, la lupa y el microscopio, para ver el futuro que nos depara esta existencia, demasiado circular, demasiado esférica, demasiado elíptica como para no pensar en otra cosa que no sea el encaminamiento hacia la Duda primigenia que nos vio nacer.
Pero quizás, entre la Carne y la Duda, a la que no vemos nuevamente avocados, tengamos que pasar por una fase intermedia, no necesariamente gramatical (¿de nuevo el Verbo?), quizás numérica, quizás espiritual, o simbólica. Tal vez tengamos que atravesar un desierto de números primos, o un infinito bosque de delirio, o un dilatado magma totémico, quién sabe.
Lo que sí es seguro en el devenir consciente, es que la Nada se enseñorea de Todo y del Todo. La Duda que nos disolvió, y la Nada Divina que se disolvió a Sí Misma, es la misma Nada. La Duda, cualquier Duda, y la Nada, en parte o en su totalidad, es la misma Nada. Fuera de conceptos literarios, la Nada que nos aborrece, la Duda que idolatramos, la Nada de nuestra veneración y la Duda que nos tortura forman los cuatro puntos cardinales de esta existencia que denominamos Vida y que es sólo y exclusivamente un proceso continuado de Muerte.
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