Esta noche, noche de un santo asilvestrado, saldrá mi alcalde, el alcalde albino para unos y el alcalde de cabellera azabache para otros, al balcón de la casa consistorial. Lo hace cada año, lo hace en un estado de extrema ebriedad para algunos y de festiva empatía para otros. Su mujer, la alcaldesa, mujer de extracción plebeya, pero de arraigados principios morales (origen y arraigo no siempre antitéticos), la mujer del alcalde, decía, se arrodillará frente a su esposo en el balcón antedicho y le efectuará la ofrenda anual consabida entre los aplausos de muchos y los denuestos y silbidos de otros muchos. Doce estudiantes de bachillerato, los seis mejores y los seis peores en sus calificaciones, nerviosos, compungidos, desesperados, van a ser arrojados desde la balaustrada del balcón del ayuntamiento una vez embadurnados de brea y encendidos como antorchas. Les han dado de merendar copiosamente antes de la luminosa defenestración. Tan solo uno de ellos ha aprovechado la ocasión y se ha embutido de manera sosegada su merienda y la de cinco compañeros más. Los otros once no han comido nada y han llorado bastante.
Las celebraciones festivas en este pequeño país en que vivo siempre se acompañan de algunos rituales de muerte. Cuando vence una facción política, la misma noche de las elecciones es devorado vivo un periodista, unas veces por el partido vencedor y otras por el partido derrotado. En la fiesta de las postulantes, una de las lindas damiselas es donada a la sala de leprosos terminales para solaz y disfrute de los pobres infectados. En carnaval se diezman las comparsas y los elegidos son pasto de los escualos del Acuario Real.
En sentido contrario (a contrario sensu), como concepto especular, convertimos en un acto de vida cualquier conducta o actividad colectiva o individual que genere muerte por sí misma o a través de terceros. Se premia la sociopatía, la vesania psicopática, la perversión de las costumbres, incentivando a esos esforzados ciudadanos que así se conducen por la vida con cargos públicos de responsabilidad, bien remunerados, cargos que desarrollados con entrega y eficiencia, generen confianza social, confianza que a su vez generará inversiones extranjeras y, por consiguiente, riqueza para el conjunto de la sociedad y, siguiendo una lógica y máxima sociológicas, el aumento demográfico tan deseado y necesario para la nación.
Todo ello no es otra cosa, no es más, que seguir el axioma de castigar lo bueno y premiar lo malo, concepto empírico estadísticamente comprobado en infinitas ocasiones y que se proclama como base para el mejor desarrollo de una sociedad moderna y garantía en la consecución de las metas que dicha sociedad se propone.
Por tanto, conmemoramos esta última noche del año con la muerte sacrificial de estos doce nobles muchachos, que producirá más pronto que tarde, el advenimiento de la decadencia social tan deseada y necesaria para el florecimiento de nuestra corruptible, corruptora y corrupta clase política, tan denostada como envidiada, pero siempre entrañable, como entrañable es nuestro melancólico osito de peluche infantil que conservamos en nuestro armario ropero, aunque por una de las cuencas vacías de sus ojitos aparezca la patita de una araña con pelitos y un sinfín de gusanitos viscosos y malolientes.
Somos viajeros del mal, somos arúspices del bien,
aposentados en el iris de un dios ajeno,
en la cola peluda de un diablo feroz,
en el ala alba de un ángel celestial,
en la crin poderosa de un caballo de guerra
en el crepitar de la estrella errante,
en el agujero oscuro de un universo bifronte.
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