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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



18.4.14

317. Inexactitudes populares


          Celestino Mutis descubrió en la isla de La Palma una planta de color azul. Corría el año 1796. Era primavera, una primavera atlántica de vientos tubulares y lluvias arenosas, calor a trechos y prolijas humedades. Celestino la encontró en una cueva cortada a pico en un roquedal abrupto y lleno de espinos. Era un lánguido grupo de tallos terminados en nueve hojitas dispuestas cuatro a un lado y cinco al otro, sin brotes de floración, reunidas al borde del abismo, mecidas por el viento del oeste que no cesa. ¡Y eran azules! Todo lo azul que pueden llegar a ser las cosas azules. Porque el cielo y el mar no son azules en realidad, la ciencia así lo confirma, es nuestra percepción de su enorme masa, pero la atmósfera inaprensible o el agua de los océanos que se nos escapa entre los dedos no tiene ese color. Celestino, jesuita en su juventud, escolástico y tomista, siguiendo las máximas de su mentor Grosseteste, observó, midió, analizó e indujo todo lo que los tallos azules de dejaran observar, medir, analizar e inducir. Dibujó sus contornos, describió la tierra circundante, anotó sus mínimos tropismos, todo ello con peligro grande de perder su vida, amarrado como estaba con una soga de cáñamo al tronco de una joven araucaria que cimbreábase al borde de la cornisa del roquedal palmero, donde fluctuaban al aire los azules tallitos. El ardor de Mutis, como muy propio de botánicos y naturalistas, hizo acopio del valor que le ofrecía tan inusitado descubrimiento y forzó el ángulo de visión hasta sobrepasar el límite de tensión del cordel del que pendía su cuerpo. La araucaria recuperó su verticalidad y Mutis cayó a plomo por el barranco una vez que la cuerda se deshizo en un "plop" pequeño pero de consecuencias casi letales para Celestino. Trescientos metros de caída libre, con breves paradas en cuatro de los seis salientes pétreos que presenta la pared de roca, hasta el estrépito final de su esqueleto contra una nada acogedora plancha de basalto. El descubrimiento de la fotosíntesis azul se cobró, por tanto, su primera víctima en la figura de nuestro insigne botánico. Celestino quedó vivo, pero sumamente lastimado. Perdió la alegría, la sonrisa, los dientes, las piernas, ambas manos, la lupa, la mandíbula, su diario y el suspensorio de goma que le regaló su hermano, el abate Zoilo Mutis. La fotosíntesis azul quedó en entredicho ciento veinte años. Mutis no pudo, por mucho que se esforzó, convencer a ninguno de sus colegas. Su imposibilidad para la escritura y para el habla inteligible tras el impacto supuso un incentivo para la total incomprensión de su proeza científica. Los últimos días del pobre estudioso de la Naturaleza fueron tristes, muy tristes, babeando hasta el último aliento y articulando extraños sonidos acabados en u. Y una madrugada de un invierno inclemente Mutis hizo lo propio por el foro y se murió. Transcurrió más de una centuria hasta que el botánico galés Sir Andrew W. Pennybrock halló en los bosques de Manilva (localidad de la provincia de Málaga, España), mientras buscaba espárragos trigueros (Asparagus acutifolius) para hacerse una tortilla, unos celestones tallos que le llamaron mucho la atención. Lo que después acaeció, ya lo conocemos todos: el descubrimiento de la fotosíntesis azul, la determinación de su proceso molecular, el descubrimiento de los tres nuevos elementos de la tabla periódica (Bluesenio, Penibroquio y Manilvio), la anulación (dada su obsolescencia) de las teorías de Mamling y Ocaseck, la aplicación de los nuevos descubrimientos en la elaboración del combustible más barato y eficiente de la historia del hombre, los imperios petrolíferos que sucumben, el enfriamiento global del planeta, la desaparición de los problemas derivados del efecto invernadero y del agujero de ozono, el fin de las enfermedades infecciosas, cardiovasculares, tumorales e inmunológicas (debido al efecto terapéutico de las "plantas azules"), el fin de la pobreza en el mundo, el bienestar material de los pueblos (que trajo la plenitud espiritual de los mismos), la abolición natural de las guerras, el segundo advenimiento de Jesucristo y la resurrección de los muertos. Por tanto, el descubrimiento de las plantas azules ha sido algo muy bueno, ya lo creo yo que sí.