Celestino Mutis descubrió en la isla de La Palma una planta de color azul. Corría el año 1796. Era primavera, una primavera atlántica de vientos tubulares y lluvias arenosas, calor a trechos y prolijas humedades. Celestino la encontró en una cueva cortada a pico en un roquedal abrupto y lleno de espinos. Era un lánguido grupo de tallos terminados en nueve hojitas dispuestas cuatro a un lado y cinco al otro, sin brotes de floración, reunidas al borde del abismo, mecidas por el viento del oeste que no cesa. ¡Y eran azules! Todo lo azul que pueden llegar a ser las cosas azules. Porque el cielo y el mar no son azules en realidad, la ciencia así lo confirma, es nuestra percepción de su enorme masa, pero la atmósfera inaprensible o el agua de los océanos que se nos escapa entre los dedos no tiene ese color. Celestino, jesuita en su juventud, escolástico y tomista, siguiendo las máximas de su mentor Grosseteste, observó, midió, analizó e indujo todo lo que los tallos azules de dejaran observar, medir, analizar e inducir. Dibujó sus contornos, describió la tierra circundante, anotó sus mínimos tropismos, todo ello con peligro grande de perder su vida, amarrado como estaba con una soga de cáñamo al tronco de una joven araucaria que cimbreábase al borde de la cornisa del roquedal palmero, donde fluctuaban al aire los azules tallitos. El ardor de Mutis, como muy propio de botánicos y naturalistas, hizo acopio del valor que le ofrecía tan inusitado descubrimiento y forzó el ángulo de visión hasta sobrepasar el límite de tensión del cordel del que pendía su cuerpo. La araucaria recuperó su verticalidad y Mutis cayó a plomo por el barranco una vez que la cuerda se deshizo en un "plop" pequeño pero de consecuencias casi letales para Celestino. Trescientos metros de caída libre, con breves paradas en cuatro de los seis salientes pétreos que presenta la pared de roca, hasta el estrépito final de su esqueleto contra una nada acogedora plancha de basalto. El descubrimiento de la fotosíntesis azul se cobró, por tanto, su primera víctima en la figura de nuestro insigne botánico. Celestino quedó vivo, pero sumamente lastimado. Perdió la alegría, la sonrisa, los dientes, las piernas, ambas manos, la lupa, la mandíbula, su diario y el suspensorio de goma que le regaló su hermano, el abate Zoilo Mutis. La fotosíntesis azul quedó en entredicho ciento veinte años. Mutis no pudo, por mucho que se esforzó, convencer a ninguno de sus colegas. Su imposibilidad para la escritura y para el habla inteligible tras el impacto supuso un incentivo para la total incomprensión de su proeza científica. Los últimos días del pobre estudioso de la Naturaleza fueron tristes, muy tristes, babeando hasta el último aliento y articulando extraños sonidos acabados en u. Y una madrugada de un invierno inclemente Mutis hizo lo propio por el foro y se murió. Transcurrió más de una centuria hasta que el botánico galés Sir Andrew W. Pennybrock halló en los bosques de Manilva (localidad de la provincia de Málaga, España), mientras buscaba espárragos trigueros (Asparagus acutifolius) para hacerse una tortilla, unos celestones tallos que le llamaron mucho la atención. Lo que después acaeció, ya lo conocemos todos: el descubrimiento de la fotosíntesis azul, la determinación de su proceso molecular, el descubrimiento de los tres nuevos elementos de la tabla periódica (Bluesenio, Penibroquio y Manilvio), la anulación (dada su obsolescencia) de las teorías de Mamling y Ocaseck, la aplicación de los nuevos descubrimientos en la elaboración del combustible más barato y eficiente de la historia del hombre, los imperios petrolíferos que sucumben, el enfriamiento global del planeta, la desaparición de los problemas derivados del efecto invernadero y del agujero de ozono, el fin de las enfermedades infecciosas, cardiovasculares, tumorales e inmunológicas (debido al efecto terapéutico de las "plantas azules"), el fin de la pobreza en el mundo, el bienestar material de los pueblos (que trajo la plenitud espiritual de los mismos), la abolición natural de las guerras, el segundo advenimiento de Jesucristo y la resurrección de los muertos. Por tanto, el descubrimiento de las plantas azules ha sido algo muy bueno, ya lo creo yo que sí.
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FUMPAMNUSSES!
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
18.4.14
17.4.14
316. El porqué de las orquídeas
El vals es un baile de biombo. Las parejas se embellecen y se hacen sabedoras de los puentes de melaza que ocasionan sus miradas. La música de vals aleja los sables y las balas, añade folclore a las sedas, crepita entre cera derretida, atiesa los bigotes de mariscales de campo y entumece la entrepierna de los pequeños maricas de cuartel. El vals es como un estallido del páncreas—quizá la glándula más vienesa que tengamos—, un estallido leve, pero constante. Las damas, que propenden a la danza de manera genética son, a la sazón, menos pancreáticas que los caballeros, pero aquellas (también a la sazón), asimilan mucho mejor a Proust. Este escritor, con aspecto de predicador portugués, bailaba tan mal el vals que su presencia fue negada y casi proscrita en las veladas musicales de la muy coja princesa de Guermantes. La Viena que yo conocí, la Viena de Sisí y Francisco José, la Viena de los emblemas y el pudor casi carolingio, se esfumó en un golpe de bombo. El vals, uno de los sones menos quebradizos, se colapsó a golpe de mazo. El vals, por tanto, pasó del biombo al bombo en una fracción de tiempo muy pequeña, a penas el tiempo suficiente para terminar con una ración de tarta Sacher. Los intelectuales del café Griensteidl no eran valseros, y si valseaban, lo hacían como si fueran incontinentes de facto. Todo en Viena, antes y después de Strauss, era una vivencia plena de la guerra. Austria es la guerra, como Rusia es la muerte y Francia la victoria. Klimt, ese orfebre terminal, entendió su tiempo y propuso un arco iris de metal cuyo brillo alcanzaría el pasado y el futuro, dejando el presente a ese pueblo cultivado del Imperio que continuaría bailando las olas y agasajando la estructura de una sociedad excesivamente azucarada. En mi regimiento sólo los caballos bailan como es debido, con buen compás y armonía. El coronel von Strupper es un desastre, el capitán Timmitz baila el vals como si le fuera la muerte en ello, y yo, por mucho que me esfuerzo en lo contrario, acabo siempre con las manos en los pechos de mi pareja de baile y musitándole al oído vergonzosas obscenidades. Las muchachas de Viena, aunque hermosas y esbeltas, piensan como si fueran gordas, todas ellas son mórbidas en esencia, gordas en cuerpos de sílfides rubias y casi etéreas. La cursilería de una gorda, ya es sabido, alcanza cotas sublimes, y las gordas austrohúngaras añaden a su cursilería primigenia la ñoñería centroeuropea. Y para colmo no son gordas en puridad, sino gordas enteléquicas, obesas adimensionales, finas y elegantes estructuras femeninas que expresan pensamientos grasos y adiposas opiniones sobre todos los aspectos de la vida. Quiero decir que una vienesa te pueden aplastar con un pensamiento gordo enjalbegado de besos de mariposa, te puede afrentar con sus kilos de más allá en una vorágine de oscuras diatribas sobre su estatus de crasa damisela pensante. Pero no es la gorda a la que puedes romper su carnet de baile en mil pedacitos multicolores y devolvérsela a su madre, porque no es gorda, sino que vive como una gorda in péctore a la que nunca se la va a condecorar por serlo, porque el pensamiento gordo ni se otorga ni se premia. No obstante, como buen austriaco, me casé con una francesa del Languedoc, ésta sí, gorda y sonrosada se la mire por donde se la mire, que me dio cinco hijos, todos buenos agricultores, menos uno que me salió anarquista y anda por ahí poniendo bombas en cajeros automáticos de oficinas bancarias por toda la Baja Normandía.
16.4.14
315. A orillas del Potomac
Me informaron, cuando era joven, que la flecha disparada (¿se dispara una flecha?) disparada, decía, por Temístocles, que acabó con la vida de Darío, no iba dirigida a él, sino a su hijo Jerjes. O al revés, la flecha que iba dirigida a Jerjes, iba dirigida en realidad a su padre Darío. De cualquier forma, Temístocles ensartó con su flecha el corazón de uno de los persas más importantes de la Historia. Temístocles era ateniense, un rudo campesino y proveedor de perdices de los próceres de Atenas. Su padre, Istomenes, fue marino y murió en la batalla de Nadea, que tuvo lugar en la bahía de dicho nombre y que supuso el triunfo de la coalición de partos y medos contra la flota ateniense, con la consecuente pérdida de su hegemonía naval. De todo ello me informaron cuando era joven, pero ahora soy viejo y confundo los términos, las fechas, los lugares y las personas. Hay días que me creo Temístocles y hablo en griego con mi ama de llaves. A veces, me levanto asediado por la presencia de numerosas perdices embaladas en cestos de mimbre que urgen ser llevados (los cestos) al consistorio para que sean debidamente distribuidas (las perdices) de manera alícuota entre los concejales. Almuerzo creyendo ser Jerjes, acudo al Excmo. Ateneo convencido de ser el rey Darío, ceno oyendo el rumor de las jarcias de mi nave sabiendo que soy el viejo marino Istomenes. Me paso el día buscando mi arco y el tahalí con mis flechas, para defenderme de aquellos partos y medos que quieren acabar con mi vida en cada esquina (En cada esquina, amor, en cada esquina...). En los momentos de calma y sosiego, cuando mi mente se distiende y alberga la realidad en la que vivo, sucumbo a la angustia de la multipolaridad de mi existencia, de saberme multiplicado en seres dispares, ajenos y tan lejanos en el tiempo y en el espacio. Mi esposa, Terpsícore, es una de las nueve musas, en concreto es la musa de la danza, aunque toda la vecindad la llama por otro nombre. Me conmueve su ternura y me enternecen sus pas de deux. Su tutú, ajado ya, me hace cosquillas en la nariz, y la música de Rameau, que tanto ama, flirtea una y otra vez con el aire antiguo de nuestro salón acompañando a sus elegantes volatines, ya cada vez menos veloces y cadenciosos. La Grecia de mis años de juventud, la Grecia de mis fantasías y a veces de mis realidades aflora (o florece) a cada instante y es por ello que ando en toga por mi palacio lleno de moscas, moscas sabias, moscas, a su vez, con togas que ellas mismas elaboran; las más mañosas para tales menesteres son las moscas pitagóricas, tan precisas ellas a la hora de confeccionar y cortar los patrones; las socráticas visten togas que las hacen parecer desmañadas y de aspecto poco aseado; las platónicas, moscas amaneradas pero de seso brillante, muestran exquisitas togas sumamente lucidas; los moscones cínicos, en cambio, van por ahí enseñando sus innobles atributos sin toga alguna que los cubra. Ya hablé de mi suegra, Mnemosine, madre de Terpsícore y personificación de la memoria, ¿o no lo hice? Me casé con mi suegra sin darme cuenta una oscura noche de invierno, aunque ella no lo recuerda, ni yo tampoco. Todo se me ovilla en el cerebro, tengo la edad en la que Tucídides leyó por vez primera los epigramas de Zenón y la tres cuartas partes de la que tenía Eratóstenes cuando visitó por segunda vez el templo de Artemisa, pero en realidad no sé la edad que tengo, conozco los nombres de casi todos los eremitas de la Capadocia, pero no reconozco sus caras terrudas y barbosas. Si supieran ustedes a qué me dedico, me harían muy feliz comunicándomelo porque desconozco cómo gano mi sustento, llego a casa tan cansado que no recuerdo con exactitud en qué he dilapidado o aprovechado mi tiempo. Sé que hago algo relacionado con la talabartería o la guarnicionería, huelo a cuero y tengo las manos sucias, ásperas, agrietadas, y las uñas negras, pero, a su vez, llevo bajo el abrigo unos leotardos amarillos con motivos espartanos y una camisa floreada en tonos pastel. ¿Y las flautas de pan? ¿Qué hacen las docenas de flautas de pan arrumbadas de mala manera por alacenas y pasillos? ¿Cuántas tengo? ¿Quién me las regala? ¿Las fabrico yo? ¿Para qué las quiero? ¿Las vendo? ¿Las robo? En mi domicilio hay personas a las que observo con suma atención y fijeza por si algo me suscitan o sugieren, pero no, no hacen más que obligarme a comer uvas, manteca, moras y peces raros. Yo como mirando un gran póster enmarcado del equipo de fútbol del Panathinaikos. Conozco el nombre de todos los jugadores, aunque sus caras me recuerdan en conjunto al coro de Antígona. ¡Qué soledad y qué locura no saber de verdad y a ciencias cierta si soy el patriarca Atenágoras o Melína Merkoúri!
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