Qué de alambre enmohecido, qué madeja eléctrica de nervios a flor de piel, qué recuerdos enervados de aquella puta niñez; aquellos días de noches amargas como el fango alquitranado, de lágrimas humeantes y angustias tuberosas, aquella niñez insalubre en su misma falta de sustento real; unos años de amor impropio, de lejanías y apegos melifluos y extravagantes: Dios en todas partes y en todas partes su ausencia. Tiempo de vaguedades y dramas estructurales, de temor a que mis ojos temieran, a que mis manos temieran, a que todo yo reverberara de puro miedo; un miedo húmedo táctil, salado, que casi fosforecía como fuego fatuo de mi pecho enlosado y funerario.
El miedo de un niño acoge océanos inexplicados.
Y yo conocía el miedo, mi miedo, sabía detrás de dónde se ocultaba, cuáles eran sus disfraces, pero no sabía describirlo. Dios no me ayudaba, le pedía su protección, pero su proverbial silencio me dejaba exhausto. Cuando fui mayor comprendí que el terror, el verdadero terror, no es otra cosa que la ausencia de Dios.
Continúo viviendo con miedo, con un miedo más intenso que entonces, aunque la lágrimas ya no surca mi rostro arrugado; ahora la ira lo inunda y abarca todo; vivo con la ira presente y futura, vivo sin matar, matando; asustado como una fiera devoradora; clamando por una justicia que sólo sirve para mí; huyendo hacia una soledad que me resulta ominosa. Y la culpa amalgamando los días pasados y los que me anuncia el porvenir. Y la nada divina ensanchando su horizonte y acercando el fin en un cuadro de soberbio tenebrismo. Y el amor verdadero penando, y el amor falsario tronando. Y el dolor como amigo venerado. Y cada día sintiendo que el niño que fui sigue en mi pecho, sigue corrompiéndose, destilando un zumo letal que me va impregnando por dentro, segregando un magma original que me ha ido haciendo como soy, como no quise ser, como no quiero seguir siendo.