He salido de la cárcel esta mañana, a la 9.05. Allí he pasado los últimos diecisiete años por matar a alguien, no recuerdo a quién. Sí recuerdo el reguero de sangre, la motosierra, el liguero de encaje alrededor de mi cuello y el bote de mayonesa Hellmann's®. Durante los años de presidio he perdido muchos datos de mi vida, probablemente a causa de los golpes recibidos en la cabeza que me propinaba con reiteración el carcelero con un castor disecado que llevaba al cinto a guisa de porra.
A la salida me esperaba Vera Rivers, una matrona negra, gorda, enjaezada con mil abalorios, que me ha dejado sin respiración durante los treinta segundos que ha durado su abrazo. Me he visto reflejado en sus dientes de oro y he salido huyendo. Sabía su nombre, pero no sabía qué relación guardaba conmigo.
Me he enfrentado confiado y a la vez espantado a la metálica mañana de esta ciudad innominada; me he enfrentado a la llovizna sucia, interminable y gris que me ha acompañado varias horas, hasta que he entrado en un barucho del puerto, donde pido un bourbon con agua que no sé si puedo pagar, porque no debo tener dinero. Miro la bolsa que llevo en la mano, exploro mis bolsillos. En la bolsa hay una cartera con un carnet de conducir y un billete de diez dólares. En el carnet dice que mi nombre es Nicholas Dowd.
Cuando entró la mujer tambaleándose pensé que estaba borracha, y efectivamente lo estaba, circunstancia venturosa para mí, porque fue la causa de que errara el disparo con el que esperaba acabar con mi vida. La bala, quiso Dios, que fuera a alojarse en la garganta de un pobre músico que, sentado a una de las mesas del fondo, afinaba su vihuela.
No esperé a que hiciera acto de presencia la policía. Dejé los diez dólares en el mostrador y corrí a través de oscuros callejones hasta que mis pulmones pudieron resistir. La mujer que había querido matarme dejó en mis ojos los suyos. Esa mirada airada y cruel me recordaba a alguien, pero ¿a quién?
(Continuará, o no)