La forma, el contorno o perímetro de los ojos de mi hijo no sigue una norma, un presupuesto geométrico preciso. El iris pardo de los ojos de mi hijo se halla ciertamente incómodo, como el reo cuya celda presentara una franca dismetría y una falta de paralelismo en sus paredes. La mirada de mi hijo es, por tanto, disarmónica, algo inestable y sujeta a mínimas voluntades. Pero todo esto es la mirada que yo miro, la mirada que me dirige, la mirada que me mira. Esa mirada suya no es la misma cuando yo no soy su objeto. Mirando a otras personas, a su mundo en derredor, a veces espío sus ojos y entonces, ya no los reconozco; y me atraen; y envidio no ser su diana; esos ojos han mutado, se vierten diferentes en la vida, más ufanos y seguros, más libres y dominadores. Yo quiero esos ojos para mí, quiero tenerlos cerca, alrededor, quiero que me miren igual que miran a su mundo.
¿Pero es que yo no soy su mundo?
¿No estoy en él?
¿Cuándo me fui?
¿Me fui yo o se fue él?
¿Dónde estoy, entonces?
¿Cuántos mundos hay?
En el fondo, los ojos de tu hijo son la gran incógnita de la vida. En esa pupila amada, donde florecen todos y cada uno de los enigmas del alma humana, alumbra una llama apenas vislumbrada, velada de preguntas y ternuras, y que toma la forma del destino. Es a él al que involucramos y preguntamos, y ante el que desespera nuestra incertidumbre. Alguien dijo que un hijo es una pregunta que le hacemos al destino. Mi pequeña aportación a esa teoría consiste en definir la localización específica en la que se encuentra el destino del hombre: puedo asegurar que, al menos en mi caso, el destino del hombre, al menos del hombre que esto escribe, se halla muy al fondo de la mirada de un adolescente errático, inconstante, lleno de dudas que no reconoce y de certezas que le protegen, en la mirada de ese planeta remoto y maravilloso que es mi hijo.