Me llamo Milton Wenceslao Cejudo Carroso, soy nacido en la ciudad de Riobambo, provincia de Chimborazo, Ecuador. Mi hermano Radoslao Nelson nació en las Galápagos, que si ustedes no lo saben, pertenecen a la República del Ecuador desde 1832. Se llaman así porque cuando fueron descubiertas estas islas había gran cantidad de galápagos, algunos muy grandes y otros no tan grandes. Mis padres tuvieron diecinueve hijos, de los cuales sólo hemos sobrevivido dos, Radoslao Nelson y yo, Milton Wenceslao. Los otros diecisiete murieron por diversas causas que no es momento de relatar. Yo soy el mayor de los vivos y el número once en el cómputo general; mi hermano es el número dieciséis del cómputo antedicho. Crecimos lo que a nuestra etnia nos está genéticamente permitido crecer, un metro cincuneta y un centímetros (yo soy más estilizado que Radoslao Nelson unos dos centímetros, aunque él es más elegante en su forma de bailar el yarabí). Tengo en la actualidad 27 años, mi hermano 20. Él se quedó en las islas intentando acabar con los últimos especímenes de la especie de tortuga autóctona que tanto asco le daba y tanto odiaba; ahora está en presidio cumpliendo una pena muy larga. Mis padres murieron de cosas del vientre uno detrás del otro en un corto período o espacio de tiempo. Me quedé solito y emigré sin papeles a Europa. Entré en Francia a través de El Havre, metido de polizón en un mercante de bandera panameña, una bandera a cuadros blancos, azules y rojos, muy bonita y con dos estrellitas. De allí a Mataró me dedique durante tres meses a pasar hambre, a pasar frío, a vomitar (disturbios abdominales heredados de mis papás) y a hacer grandes amistades con personas de hablar brusco y complicado. Mi forma de hablar, no obstante, he de decir, es muy correcta, tengo una bella voz, un dulce acento afeminado, un timbre claro y desenvuelto y, a la postre, ha sido esta infravalorada cualidad mía la que me ha salvado de un futuro mísero e ingrato, un futuro que ha devorado (valga el oxímoron temporal) a muchos de mis emigrados compatriotas. Y es que fui uno de los elegidos para operar en una central internacional de venta de diversos productos de comunicación a través del teléfono. Trabajo once horas diarias intentando que mis interlocutores cambien de compañía de servicios de telefonía, mensajería e Internet. Ahora mismo, 17.15h del 21/Agosto/2012, he contactado con un amable caballero de Sevilla que al ofrecerle las múltiples ventajas del cambio de compañía ha tenido a bien mandarme al carajo y cagarse respetuosamente en todos mis muertos.
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FUMPAMNUSSES!
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.
20.8.12
267. El martillo y la catana
Otra vez, y de manera fortuita, como casi todo lo que nos ocurre a los seres de condición semi-transparente, otra vez, decía, he confundido al teniente Higgins con el mayor Brewer. Hace años que no veo al mayor, la última vez fue en casa del abogado Larkin, creo recordar que acabamos discutiendo sobre cuestiones de interés cada vez menos general, llegando a provocarnos muy particularmente. Es por ello que no entiendo la causa de mi equivocación. Nada hace recordar la fisonomía de Higgins, de complexión más atlética, rubios bigotes y andares marciales a la de Brewer, de estatura mediana, negra barba y porte más sumiso. A Higgins se le enturbia la mirada, se le encrespa el vello y carraspea cada vez que lo confundo con el mayor. Lo comprendo. Es un error, pero no imperdonable. A veces confundo en la vida otras cosas, muchas de ellas de una importancia capital, Higgins lo sabe y ha sido testigo de muchas de esas equivocaciones. En una ocasión no supe ver la fisión del núcleo en la más triste guerra en la que participé en mi vida, confundiéndola con los fuegos artificiales de las fiestas del pueblo cercano; en otra ocasión la luz de un faro salvador fue salvajemente apagada por una lluvia de mortero obedeciendo mis órdenes arbitrarias. Pero a Higgins le molesta que le llame Brewer, es comprensible, pero no es un error imperdonable. El piensa que las condecoraciones del mayor son inmerecidas y que las suyas son escasas. A mi edad, ya casi a punto de pasar a la reserva, me aburren y me cansan los escalafones, la guerra de guerrillas de la vanidad, la violencia de la paz impostada y los celos de jerarquía. Mi escala de valores se está haciendo como yo, semi-transparente. Cada día soy más sabio para reconocer aquellos errores que dejan ver un aura de solución y diferenciarlos de los que no la tienen. Higgins debe saber perdonar la intemperancia de mis nervios destrozados en muchos frentes, a veces uno se equivoca de arma o de estrategia, pero nunca de enemigo. Eso debe quedarle claro. Podemos dominar las ideas, pero no las palabras. Estas vuelan solitarias, siempre han sido demasiado numerosas. Sobran tantas como balas.
15.8.12
266. Amables genocidas
¡Qué elevados pensamientos supura la parte más noble de mi cerebro en estos días de esperanza malograda! Lo triste es que mi elocuencia desfallece con una rapidez desarmadora. Ya no soy el que era, cuando una idea por fugaz que fuera su naturaleza se constituía en el blanco perfecto al que mi dardo intelectual ensartaba con diligencia, precisión y puntería geniales para, a continuación y sin dar tiempo a que distracción alguna amainara el ímpetu de vendaval de mi intelecto, realizar soberbios juegos florales conceptuales, descriptivos, oratorios o didácticos con una facundia rica y febril, con una floración de pensamiento ubérrima, libre y original. Visto mi manferland, mi chalina gris, mis charoladas polainas, mi sombrero de copa, mis guantes de piel de cebú, mi bastón de baobab y mi monóculo de oro. Salgo con paso lento y sosegado transportado por el cívico aire de Regent Street, derivando verticalmente mi mirada hacia el acuoso cielo que hiende la columna de Nelson, sintiéndome cada vez más británico, un poco más británico en cada parque que atravieso, a cada puente que cruzo, a cada pub que entreveo a través del frondoso enjambre de negros bombines que cubren las cabezas de jóvenes financieros de blancas carnes y rojiza piel. Solicito a mi imaginación con premura un auxilio, que me ofrezca una idea o conjunción de ellas que satisfaga el ansia devoradora de materia espiritual, de pensamientos procreadores, de soluciones informales a conceptos etéreos o soluciones formales a problemas burdos y cotidianos, pero que apague la sed que desertiza mi alma y la convierte en una estepa salina y desolada. Todavía no soy viejo, todavía puedo alcanzar notas altas y plenas en el templado oboe de mi inteligencia. Es cierto que mi manferland huele a naftalina, que mi chalina se deshilacha, que mis polainas se agrietan, que mi sombrero ha perdido su flexibilidad y vira a sotavento, que mis guantes van teniendo vocación de mitones, que mi bastón se astilla y que hace tiempo perdí el monóculo jugando al whist en un callejón del Soho. Pero aun así, llevo al Imperio conmigo, y de mis poros se desprende, cada vez más y de modo inquietante, un terrible y glorioso aroma a muerto inglés.
13.8.12
265. Remembranzas del Niño Gordo
Ultimada mi lectura de la traducción al sánscrito del Ulises (Ulysses) de Joyce, he de decir que sigo sin enterarme del todo del conjunto de la novela, y en particular de la relación que guarda el finado "Paddy" Dignam con la hija de Dedalus; ni tampoco acabo de asimilar el contraste entre el amarillo del polisón de Molly y el otro amarillo de los guantes de Bloom. En realidad, y ciscándome un poco en mi vanidad de tonto de pueblo o de burguesito lustroso (que no ilustrado), debo confesarme que no me entero de la misa la media de esta cima cismática de las letras universales. Es probable que la causa de esta incomprensión mía radique en mi absoluta ignorancia del sánscrito; es posible quizás, sea debida a mi ceguera total e irreversible que me impide la lectura ocular o quizás emane de mi inoperancia con el Braille, debida en gran parte a mi falta de dedos, dedos que salieron en su momento despedidos en una especie de big-bang digital sobrevenido por la explosión fortuita de una granada de mano durante la Batalla de Stalingrado. En aquella contienda conocí al Buda Federensky, moldavo activista de hipertrofiado bigote e ideas multiformes que mezclaban a Hegel, Confucio, Trotsky y Raimundo Lulio (Ramon Llull) en una ensalada de especularidad bolchevique/sintoísta tan hermética como épica. Es conveniente que quede claro que Federensky era moldavo, pero no malvado. Malvado lo era (y ya lo creo que lo era) Tomasín Uriarte, el bizco del Ensanche, que antecedió siempre que pudo. Malvadísimo, sí, pero un portento antecediendo; mamonazo eterno, gran cabrón continental, hijo de puta olímpico, pero nadie como él en su condición de antecesor. Jamás hubo alguien o nadie que lo igualase. Antecedió en su tiempo a Brett Fornoy, a Max Feinghart, a Nina Montebello y a Lukas Haas, todos ellos traductores de la Odisea de Homero al gaélico, al suabo, al sardo, y al checo, respectivamente. El protagonista de la Odisea, Ulises, era igual de malévolo o malvado (que no moldavo) que Tomasín y quizás el único mito antecesor (mitho antecesorum) del inefable Bizco.
¡Aprende y suda, Joyce!
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