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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



23.2.19

444. Desdichas y mortandades


          Los días están pasando como siempre, desde que fui consciente de que existe un fin (frase aburrida grado —fag— 6). Hasta entonces no existía el tiempo o no importaba que existiera (fag 7). Nadie recuerda el momento, el día en que por vez primera fuimos conocedores de que todo tenía su fin, también cada uno de nosotros, todos moriríamos algún día (fag 8). Sé que desde ese día infausto, comencé a comprender la conducta de los hombres y la de los animales (fag 6). Vivir con la carga de la muerte no es vivir, es el mayor error/horror de la Naturaleza, es algo esencialmente antinatural, una anomalía de proporciones monstruosas (fag 3). Toda conducta amoral del hombre queda supeditada a esa conciencia de su final (fag 4). Vivimos en el corredor de la muerte y en ese estado físico y mental se nos quiere imponer una ingente batería de normas de actuación, de reglas, de leyes y de conductas que incidan todas ellas en el puro teatro de la conformidad con la vida y en la obligatoriedad de la búsqueda de la felicidad (fag 4). Llorar por las esquinas de la desesperación, gritar a los abismos de dolor y a los pozos de incertidumbre no está bien visto en esta sociedad cosmética, que ha de maquillarnos a todos con los afeites de la alegría impostada y la conformada sonrisa de la aceptación, incluso exigiéndonos el agradecimiento en la mirada (fag 4). Ayer oí que nadie pide nacer, que además no sabemos vivir y que por último, no queremos morir (fag 5). Nada más cierto, pero también nada más trágico y grotesco (fag 8).
          Estorninos haylos que no necesariamente, más por consiguiente y por tanto, es capaz alguno de ellos de existirse no siempre de manera innecesaria (frase divertida grado —fdg— 8). Si estornino fuera o fuere palíndromo érase o seríase estorninoninrotse; de no ser así, ni palimpsesto alcanzara su ser (fdg 9). De nuevo los monjes y las monigotas de medievales haldas ensortijando embudos confeccionados con estornináceos picos, sin admonición previa de profeta alguno (fdg 7). A la estornina de Murcia no la enjalbega ni la repantiga sino los provisionales alféreces de podrido ros y agrietada polaina (fdg 6,5). Damajuanas de tinto con casera y porrones de jugo de arlequín en las fiestas de matanza de estorninos dulces innecesarios, porque estorninos haylos para la matanza necesaria y para la otra, la consiguiente en horas precisas (fdg 7). Graznan ellos en torno a y alrededor de sin otra ausencia que la de y la veneciana concepción de su (fdg 10). El estor de Nina es muperoquemú, el dromedario de Palín es teladé y el armazón de embudos es deloquenó (fdg 9). Sinaloa o sin aloe es o son de veras cosas sin hache, sí lo son Sinachoa o la achoa verdadera veracruzana, testimoniales éstas, como conceptuales las otras si acaso, o no (fdg 8,5).

19.2.19

443. Latinajos y tinajas


          Luis José Gili Poyatos sufrió mucho durante su niñez y su adolescencia, sufrimiento inherente al hecho de arrastrar, como vergonzoso fardo, el peso de semejantes apellidos. Pero una vez que se hizo multimillonario, ya todo le dio igual, incluso se cambió, acortándolo, el segundo apellido, dejándolo en Poyas, y cambiando igualmente su nombre, que dejó de ser Luis José, para llamarse, a partir de entonces, Soyún, nombre árabe muy corriente en el sur del Yemen. Sus tarjetas de visita, por tanto, lucían orgullosas en huecograbado su nuevo nombre: Soyún Gili Poyas. Desde ese momento disfrutó y disfruta una enormidad al presentarse en lugares en los que su inmensa fortuna le otorga tal halo de prestigio y honorabilidad que hace imposible para todos los presentes la menor de las muecas de burla o el más leve comentario jocoso, so pena de caer en desgracia para siempre ante el presidente del holding y acabar la sesión con un fulminante despido.
          Mi nombre es Mario Marí Kohn y también sufrí lo mío en el colegio, en el instituto y en la Universidad, bueno, en todos lados, porque no me hice millonario como Luis José (Soyún), y a los que me presento en el lugar que sea se les afloja el muelle de la risa, e incluso algunas señoras mayores ha habido que se han orinado al oír cómo me llamo. Conocí a Soyún (Luis José) en un concierto de oboe, al que acudimos los dos equivocados, pues la sala a la que pretendíamos ir era la que ofrecía esa tarde un concierto de pífano a dos manos, instrumento éste al que los dos éramos y somos muy aficionados. Tras el equivocado concierto de oboe, Soyún me invitó a un expreso en la cafetería del conservatorio y luego a un cóctel (un Balalaika) en Casa Lupe, afamado prostíbulo metropolitano, al que sólo había oído hablar de oídas, bueno, al que sólo oía de habladurías que había oído, bueno, quiero decir que oía, de oídas, habladurías que sabía que oía, pero que eran habladurías. Yo no me explico bien, nunca me he explicado bien. Lo voy a intentar de nuevo, es que estoy nervioso, no sé por qué. 1º) Nunca he ido de putas. 2º) Mi nuevo amigo, sí, porque todos los camareros en Casa Lupe le decían don Soyún, y las pupilas se le acercaban con sus bonitos abanicos y le daban discretos y coquetos golpecitos en la entrepierna. 3º) Yo había oído tres veces que existía un lugar así (una vez dos soldados hablaron de ello en un tranvía estando yo presente a pocos centímetros, otra vez dos señoras hablaros de ello en otro tranvía estando también yo presente a pocos centímetros, y una tercera vez dos seminaristas hablaron de ello en un submarino estando yo igualmente presente a pocos centímetros). Por tanto, ahora sí lo voy a decir bien: sólo conocía Casa Lupe de oídas. Fueron cuatro las balalaikas que ingerimos. Al ser éste un combinado agitado que lleva 75 mililitros de vodka, 45 de licor de naranja y 35 de zumo de limón, además de una guinda verde, trasegué en poco tiempo 300 mililitros de vodka y 180 de Cointreau (el limón y las guindas sólo sirvieron para dar una tonalidad verde-amarillenta al copioso vómito posterior). Una borrachera, pues, importante la que cogimos el Suyún y yo. Además, por primera vez en mi vida, accedí carnalmente a un numeroso ramillete de jóvenes y bellas meretrices, que me hicieron pasar una tarde memorable, sino fuera porque no me acuerdo de nada, es decir, así tuvo que ser, porque Soyún me lo contó la semana siguiente, así que sólo sé de oídas lo que pasó en Casa Lupe (y no empecemos de nuevo). Estuve dos días de resaca y cinco metido en un submarino antes de volver a ver a Soyún, porque mi empresa se dedica a la comercialización y venta directa de embarcaciones submarinas para órdenes religiosas. La semana no se dio mal y fueron tres las unidades vendidas: un submarino nuclear para los Hermanos Dominicos de Portonovo, un modelo básico (sin duelas ni sotalugo) para los Monjes Urticariantes de Cartagena, y uno equipado con armamento químico y batiscafo para las Hermanas Consolidadas de Panticosa. El sábado, muy temprano, me llamó Soyún, que sólo sabía de mí que me llamaba Mario, que gustaba de oír el pífano y que sólo había ido de putas una vez en la vida, hacía una semana precisamente. Cuando le vi llegar por la avenida de Los Templarios —habíamos quedado en la terraza del Café Saigón— me levanté para saludarle y nada más sentarse le confesé la cruda verdad de mis apellidos. Él no sólo no mostró ni el menor atisbo de burla, sino que incluso llegué a notar ciertas arruguitas de conmiseración en sus arcos cigomáticos y una como acuosidad en sus ojos muy cercana a la consistencia de la lágrima. Puso su mano sobre la mía y me dijo: "Me llamaba Luis José Gili Poyatos. Ahora me llamo, porque así lo quise, Soyún Gili Poyas y porque de perdidos, al río. Y al que se ría le jodo la vida de por vida". Mi admiración por Soyún creció exponencialmente en un instante. Su concisa declaración y el tono con la que la expuso me amistaron con él hasta el fin de los tiempos. Creo que a Soyún le ocurrió lo mismo. ¿Y qué otra cosa mejor se podría hacer en aquella extrema circunstancia que marchar a celebrar el comienzo de tan entrañable amistad a Casa Lupe, donde a ritmo de balalaikas nos refocilaríamos con el nutrido ballet de tiernas hetairas casalupanas hasta el amanecer? 
          Y eso hicimos, ¡vive Dios! Es, por consiguiente, la segunda vez que me voy de putas en mi vida, y en menos de diez días.

9.2.19

442. Una nueva prosperidad


          Tengo en casa desde ayer a un caballero templario. Llamó al telefonillo y le abrí, creyendo que era un paquete que esperaba de Amazon. Mi atonía muscular, sobre todo la facial, duró los instantes necesarios y precisos para que se colara en casa. Vivo solo en un piso antiguo y enorme; sus techos son muy altos y tengo mucho dinero desde siempre, aunque no ejerzo de hombre rico en ninguna circunstancia y mis costumbres pasan por ser de una frugalidad y de una sencillez frailuna y cartujana. Como si conociera el camino el templario caballero se dirigió a la habitación más alejada de la casa, la situada al final del pasillo, a la izquierda, al lado del gabinete de la tita Brígida. En aquel cuarto sólo queda una desvencijada cama de matrimonio con dosel y un arcón apolillado con las casullas del Obispo Lebrón, mi tío. No ha salido de la habitación desde que llegó hace ya algo más de veinticuatro horas. No he dormido en toda la noche, conmocionado y paralizado por la súbita aparición del personaje y por la incertidumbre que me provoca el no saber qué conducta tomar, cómo proceder con un mínimo de cordura ante una situación tan anómala. Esta mañana le he acercado a la puerta una bandeja con algo de comida y un bacín de hojalata que encontré en el desván, pero no ha dado señal alguna de vida, y ya van a dar las campanadas de mediodía en la torre de la iglesia. Se me erizan los vellos de la nuca cuando me acerco a la puerta de las usurpadas dependencias de mi indeseado inquilino. Pero algo tengo que hacer, así que armándome de valor y rezando previamente una jaculatoria al Santo Tello, golpeo tenuemente con los nudillos en el batiente, y al momento la puerta se abre y me enfrento a la pétrea figura del caballero, con su manto blanco y su cruz roja en el pecho. Mi atonía muscular se adueña nuevamente de mí como en el primer encuentro y no puedo articular una sola palabra. Esta situación dura la eternidad de cinco segundos, tras la cual el caballero me estampa con furia la puerta en las narices y me sume en el reino de silencio de este enorme piso de altos techos, largos pasillos y ruidos amortiguados de espectros sugerentes. Los niños de labio leporino, mis primitos León y Ramona, los que ocuparon en vida la habitación de la antigua logia, la que está frente a la cocina, se me aparecen al final del pasillo. Llevan unos clavos en la boca y cada uno porta un gran martillo en sus manitas. Dan un poco de miedo. Suspiro y rezo a Santa Nadia de Siena mirando al techo, pero allí está tita Brígida, en una levitación demoniaca extrayéndose con las uñas de sus dedos afilados las vísceras de su vientre rojo y negro. Retrocedo con el lógico espanto que provoca la contemplación de estas escenas ciertamente infernales. En mi huida violenta tropiezo con el báculo del Obispo Lebrón, mi tío, de cuyas cuencas brota un río oscuro y vibrátil de negras larvas y de cuya boca nace una especie de homúnculo de teratología plena. Llamo desaforado y con la solidez de mi angustia a la puerta del caballero templario. Grito e imploro su ayuda, le exijo en nombre de Dios que ayude a un pobre cristiano perseguido por las fuerzas del mal. La puerta se abre. El caballero templario me mira con la iracundia medieval de sus ojos inyectados en sangre, desenvaina su espada, cuyo pomo luce la cruz paté y cuya hoja acanalada se alza al techo impulsada por su brazo fiero, y se lanza en mi persecución a lo largo del interminable pasillo. Corro con los ojos cerrados. Grito desaforado. Me lo hago todo encima. Suena de nuevo el telefonillo. Alcanzo la puerta y esta vez sí que aparece el empleado de Amazon con el paquete solicitado el pasado jueves. Pedí un estentor de seis badulios en prisma. Yo pensaba que ya no los fabricaban, así que la sorpresa fue mayúscula. Y tan solo por 9,95€. Con tremendo nerviosismo abro el paquete y emocionado sostengo entre mis manos el estentor soñado. El runrún de los badulios me adormece, me sosiega, me sirvo un vaso con dos dedos de Dalmore y dejo pasar la tarde entreviendo, a través de los visillos de la balconada del salón, las ramas fluctuantes de los tilos de la avenida.