Hay un muerto que me mira desde el espejo del baño al que asomo mi rostro, muerto de sueño, al llegar la amanecida. Me mantengo insomne, aunque el sueño me enloquece. Es entonces que me levanto y contemplo al muerto del espejo del baño. No necesito asustarme porque el muerto sé qué soy yo. Su figura macilenta y moderadamente repulsiva no me enternece, pero tampoco me deja indiferente, se diría que me conmueve como lo haría un payaso algo enfermo y de otro tiempo. Vacío la vejiga, me echo agua en la cara, me afeito y doblego los cuatro pelos que me quedan en mi cráneo un poco deforme. El muerto rejuvenece algo y cobra un momentáneo reflejo en las pupilas midriáticas de pez o de lince disecado. No lo he dicho, pero es domingo, siempre es domingo para los muertos. El café que me preparo sabe a café quemado, mi mujer alguna vez me recordaba que no sabía hacer café. Luego vino el silencio entre los dos y después ella se fue o me fui yo, que más da. Camino entonces por esta ciudad diabólica de calor absurdo, llena de gente incómoda y rasposa. Deambulando por sus calles sucias y ruidosas los pensamientos me fluyen como emanados de una ciénaga infectada. (El último pensamiento limpio no recuerdo con exactitud cuándo lo tuve, quizás nuca lo haya tenido). Retiro la mirada con prontitud de las lunas de los escaparates, porque me da miedo ver al muerto que llevo (o que soy) y que sólo permito que aparezca una vez al día, por la mañana, en el espejo del baño. Aunque los muertos en vida no dan tanto miedo como supone la gente, si acaso provocan cierta conmiseración o incluso pueden denotar ciertas cualidades de invisibilidad. Nadie me mira al pasar, nadie respeta la dirección de mi marcha ni mi espacio mínimo de maniobra corporal, tengo que ir sorteando personas y bicicletas, buscando siempre las avenidas y calles más solitarias. A menudo la sed me agota, pero entrar en locales públicos en los que debo entablar una somera conversación, me aturde y me anula. A veces me cruzo con otros muertos, o supongo que lo son, no puedo estar del todo seguro, pero, eso sí lo sé con seguridad, no tengo la necesidad de contacto o de hermanamiento con ninguno de ellos, los muertos en vida no podemos ni queremos agruparnos, no tendríamos nada que contarnos, los muertos en vida no tenemos experiencias, no tenemos historia ni sentimientos, ni afectos, sólo tenemos vacíos, ausencias y olvido, nada concreto y de valor para compartir, tampoco tenemos negruras de alma ni catástrofes morales, sólo somos practicantes de un sufrimiento puro, telúrico, constante y posiblemente eterno, pues cuando la muerte verdadera certifique la verdad del tránsito, el sufrimiento, ciertamente perdurará, no hay razón para pensar que finalice o que mute por una felicidad que no tendría la más mínima razón de ser. Los muertos en vida, es justo reconocerlo, poseemos una visión de la vida y de la muerte más profunda y penetrante que los demás. Imaginamos ciertas fantasías que si fueran expresadas con las palabras correctas (conocemos esas palabras) incendiarían el mundo, pero nos abstenemos con prudencia de llevar a cabo tales prácticas y mejor hacemos sublimándolas en actividades creadas ex profeso para ello, básicamente constituidas por cualquiera de aquellas ocupaciones que conduzcan al ámbito del arte. Es por esto que hay tanto artista muerto en vida, son todos aquéllos para los que el arte simboliza y representa el sufrimiento de la vida y de la muerte. No existe el artista feliz, el arte no está ahí para expresar sino el lado oscuro de la vida y de la infra-vida. Los artistas conocen ambos lados del espejo y expresan lo mejor que pueden, con toda la pasión que pueden, la verdad de los dos ámbitos. La verdad desnuda, unilateral, sin contrapartida, no sería posible ni conveniente por lo dicho anteriormente, por ello el artista se acoge a sagrado para expresar el misterio, es decir, se acoge a la metáfora, único principio y fin de nuestra incierta existencia.
Llego a casa cansado y sediento. El agua caliente de la ducha empaña el espejo del baño, sólo veo el contorno húmedo y difuminado del muerto (se parece/me parezco a un retrato de Bacon). Sigue siendo domingo. Una cucaracha patas arriba me espera en el pasillo, quizás sea el Sr. Samsa, si así fuera hablaría con él. De todos modos acerco una silla baja al asqueroso insecto y le hablo de temas generales y poco importantes, eso sí, con cierta circunspección y manteniendo una educada distancia. No rehuye la comunicación y sorprendentemente, aunque no tanto, me solicita con notable angustia que le coloque en disposición de poder caminar. Así lo hago y él me agradece el gesto y se presenta. En efecto su nombre es G. Samsa y nos reconocemos como muertos en vida. Quedamos para otro día en el que podríamos continuar nuestra charla, aunque ambos dudamos que tal cosa suceda, ya que, como quedó dicho, somo seres muy poco sociables.
Añorando en mi sillón paraísos insulares, bebo despacio un whisky tras otro, hasta que del baño surge una voz que me llama suplicante y atroz. Con el vello erizado de pies a cabeza el vaso resbala de mi mano quebrándose en mil fragmentos.