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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



23.4.16

381. Los pololos del Maligno


           El ejercicio de escribir es semejante a la tortura, sí señor; es como la tortura en sus dos vertientes: la del torturador y la del torturado. En mí caso además, el papel de víctima es aún más dramático que el de los demás escritores al uso, porque ellos plasman lo que piensan o imaginan y, aunque sea desgarradora y complicada la materialización en palabras de esos pensamientos, de esas imágenes creadas en su mente, el escritor sabe a dónde se dirige, y ese dolor conlleva implícito el disfrute y la satisfacción que otorgan la frase precisa, el párrafo logrado, la perfección del concepto pergeñado en el magín más o menos talentoso del escribiente. En mi caso, en cambio, el abismo es más profundo y la angustia más amarga por cuanto no sé a dónde me dirijo ni lo que quiero expresar, porque no parto de ningún supuesto y puedo asegurar que segundos antes de empezar no tengo la menor idea de lo que voy a escribir. Es la muy manida imagen del terror del escritor frente al papel en blanco que, en mi caso, se duplica, al sumarse el terror del pensamiento en blanco. Aun así, los dedos (mis dedos) se disponen para asir el instrumento de escritura, que deviene pronto en instrumento de tortura y comienzan a arañar el papel o a golpear el teclado con presteza profesional en un portentoso acto de impostura literaria, que me hace poner una mueca mezcla de sonrisa y vergüenza. Ahora bien, en vez de huir o salir con la elegancia que me caracteriza de la habitación y ponerme a largar el hilo de mi cometa o a dar de comer a los guppys y escalarius de mi acuario, resulta que me quedo, que incido en flagelarme ante el papiro infame y vacío, escribiendo como un resorte de alma autómata y verbo gárrulo y cacofónico. Verdugo y reo en un sólo ente obtuso de edad más que provecta para andar haciendo tonterías de tribulete intonso, de amanuense de doctas imbecilidades o de escribidor de la infamia psicótica y verbenera que se agazapa y se diluye por mi alzheimérico cerebrito de corcho y humo. No obstante debo reconocer que escribo porque me sale de los cojones y escribo lo que me sale de los cojones. Quizá sea la única cosa que hago cuyo origen físico de nacimiento sea esa parte de mi organismo, las demás cosas que realizo en la vida tienen otro origen no necesariamente corporal. Por ejemplo, ahora voy a escribir lo que sigue por la razón ya expuesta: 

          Los ejercicios de minusvalía moral, la excelencia en los trabajos de ética tetrapléjica, la conformación de neo-ideologías esquizoides han dado sus frutos en forma de horda de ardorosos hombrecitos, cada uno de los cuales desarrolla un tipo específico y unívoco de podredumbre, aunque todos participan en parte en las demás podredumbres de sus camaradas de horda; podríamos decir que cada componente se especializa en una aberración social, pero conoce y practica las otras aberraciones del grupo. El laboratorio clandestino donde se implementaron los ensayos pertinentes para el nacimiento de estos homúnculos estaba ahí mismo, no lo veíamos de tan evidente y cercano que estaba. Resulta que, como la carta misteriosa de Poe, estaba encima de la mesa, frente a nosotros, nuestros ojos fijos en el rincón oscuro, en el trasfondo del secreter, en los abismos del sótano. Pero de nada sirve la queja. Ya están aquí y han llegado para quedarse. Vamos a tener que convivir con ellos mientras nos llenan de babas malolientes e infectan con sus voces el aire que respiramos y respiran nuestros hijos. Cada día soltarán una diatriba incendiaria, un mefítico desdén, un venablo de desvergüenza y acracia absurda, un ventoseo de malas intenciones y peores deseos.
          Efectivamente, estoy hablando de ellos, hablando mal de ellos, porque nadie habla bien, algo curioso y a la vez difícil de entender.

9.4.16

380. Memphis Train


          —Si es que es para morirse de risa, Tomás. Si es que no te puedes imaginar la cara que puso el menestral cuando se le vino encima el rimero de papel secante que Luisito había colocado, mal que bien, en los anaqueles al lado de la ventana del fondo. Fue un jolgorio en la oficina que ni te cuento. Hasta la señorita Montse, que nunca se ríe, casi se desmaya de la risa. Don Ricardo no estaba, menos mal, aunque si hubiera estado, la cosa hubiera sido igual. El menestral se llamaba Dioniso Ruibó y, según dijo, pesaba 111 libras escocesas. También nos informó que era oriundo de Calahorra la Chica, y no supimos que había muerto hasta bien entrada la tarde. Pensamos al principio que se había dormido o que se había estado haciendo el muerto para evitar el ridículo de saberse derrumbado bajo pliegos y pliegos de papel secante. El médico lo confirmó (mejor dicho, certificó su muerte, puesto que quien lo confirmo fue Monseñor Larraona en 1942, en la parroquia de San Totufo, en Calahorra la Mediana). Buenos, pues eso, que el médico dijo que efectivamente estaba muerto, y la verdad es que nos dio un poco de lástima, pero nosotros, qué íbamos a hacer, seguimos con nuestro trabajo, aunque al recordar lo sucedido, nos faltaba el resuello para aguantar la risa que nos provocaba la forma en que aconteció el luctuoso hecho de la muerte del menestral Ruibó. A las 14.30 cada uno se fue a su casa, y como era viernes, los rictus de todos estaban alegres y relajados, no cabizbajos y amargos, como al siguiente lunes, gris y lluvioso, en que fuimos entrando a la oficina como reos en el corredor de la muerte, oficina que presentaba el mismo aspecto lóbrego que el pasado viernes, aunque un dulzón y desagradable tufillo nos hizo miran a la ventana del fondo, donde yacía, algo hinchado y tumefacto, el cadáver del menestral Dionisio. Cuando don Ricardo se presentó a eso de las 12, se lo comunicamos de inmediato y rápidamente nos conminó a meternos en nuestros asuntos y a que no perdiéramos tiempo en cosas ajenas al trabajo que nos competía, así que eso hicimos. Cuando pasaron veintiún días el hedor ya era casi sólido, ocho horas de trabajo en pleno enero con los ventanales abiertos de par en par no se las deseo a nadie. Tres caímos con pulmonía, Ferrusola, Gavíñez y yo. Un charquito hueante y gris rodeaba a Ruibó, al que de sus cuencas oculares le salían una suerte de hilillos blancos vermifomes y muy móviles que nos causaba gran espanto, y una pertinaz diarrea a la señorita Montse que, embozada, como todos, con pañuelos impregnados en colonia, lloraba casi todas las horas desconsolada. A mediados de verano la gusanada era ya pandémica en la oficina. Don Ricardo tuvo por escrito en dos ocasiones nuestras quejas, asegurándonos, también por escrito, que el "problema" quedaría resuelto en pocos días, un par de semanas como mucho. Un mes después trajimos un saco de cal, al saber que Ferrusola se había pegado un tiro en la sien izquierda con un revólver para zurdos, que obtuvo bajo licencia (era alférez provisional) en la Armería Arriana Confederada de Terrassa. Una pena, una gran pérdida. Ferrusola era de los buenos, pero muy sensible de olfato. Aun así, es de recibo agradecerle su gesto, pues gracias a su acto feroz de repulsa a las tropelías que nos tiene reservada la vida, nos vimos con el valor suficiente para comprar la cal que, en contacto con el agua, obra milagros en la calcinación (obvio) y desaparición de menestrales fallecidos por aplastamiento bajo el peso de cientos, tal vez miles, de pliegos de papel secante. Descansen en paz Ruibó y Ferrusola. Y a don Ricardo, que li donin per cul.

P.D.: Nunca pudo llevarse a efecto el merecido sepelio de don Dionisio Ruibó en Calahorra la Grande, localidad de donde no era oriundo, pero que por veleidades de una vanidad confesa, siempre quiso que fuera el lugar de su inhumación.