Los cantantes ágrafos de
Onteniente (Ontinyent) existen en la medida en que dejan de existir las alcuzas
de latón en los anaqueles de las tiendas de abarrotes de Totana (Totanya). Esto
que escribo es puro estertor abstracto de una idea que persiguió a mi padre y
al padre de mi padre, es decir, a mi tío Andresito, ya que éste se acostó con
mi abuela y engendró (mi abuela) al padre de mi padre, que, a su vez, en buena
lógica, es mi tito. O algo así.
Cuando niebla en las cumbres del Maestrazgo, truena en el Plantío, y
cuando mece el cierzo las espingardas de los soldados del Mons, turbiea el
Turia como un Darro ahíto de sangre almohade.
Almería es mora y aquitana a la vez, como Melilla es el oasis de un Gobi
sahariano, castrense y castizo en un unísono de olor a caballa y a sudor de
regular tamborilero.
África es Levante y Valencia tiene a un Cid Moro con cara de anguila sosa
que elude el pasado con afanes tan poco mediterráneos, que la pesca en los
deltas y la criba del arroz sarraceno ya no espanta ni a los curas ni a los
turistas con poco apego fallero.
Y subimos por la planicie del Mare Nostrum, del Nostra
Damus, del Bambel y del Tornil hasta acotar desmanes crepusculares en los
altos del Tibidabo monserratino, desde donde despeñan seminaristas garrapiñados
y hermenéutas de guirlache como flores de estrambote carnavalero. Los arrojan
al vacío los frailes gordos y viejos y los somatenes que aún resisten en las
cumbres gritando consignas anti-republicanas a quien quiera oírlas y en
cualquiera de los idiomas civilizados.
El Ampurdán arde, el Pirineo estalla de ciclistas veteranos y de aroma
afrancesado, todo huele a mantequilla, y el eco de instrumentos de viento
antiguo y fuerte ya se oye allende las verdes colinas de oscura turba, de
piedras equinocciales y lagares de vino malo. Soles y lunas como quesos,
toda la Naturaleza comiendo sin parar, animales que no cesan, un ansia
ganadera, miles de patos, idiomas mortales en bocas de lánguidos pastores,
brañas aceradas y mujeres tristes como hombres de lodo noble y temores largos,
escopetas humeantes, peces misteriosos, mariscos adheridos al blanco de los ojos,
muerte en el cabo de la muerte,
Irlanda falsa en cada tiburón, en cada cañada. Las banderas que no
existen, vacas y alamedas, los ríos que aparecen, desaparecen y vuelven a volar
por encima de esas nubes anodinas que presagian, porque las nubes, dicen mis
ancestros, presagian, yo nunca vi a ninguna presagiando cosa alguna, pero es
que yo soy de Zamora, que es donde finaliza este relato agricorto, mensurado,
caliginero y fadusto, al que salpico con mi desmesurada prosapia de gaditano
exento, ubicuo, con problemas personales numerosos, pero gaditano hasta la
médula leonesa de mis huesos extremeños, huesos que claman y clamarán siempre
por una Andalucía libre, laica, mariana y comunista. Por una Andalucía
castellana, monacal, caciqueña y legionaria, porque así lo quiso Dios y porque
así lo quisieron los otros dioses, que son tres.
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