Alguien me ha introducido a la fuerza en este saco y me ha dispuesto encima de lo que creo son los lomos de una acémila de carga. Pegando voy tumbos y más tumbos por un camino que resiento tortuoso, agreste y silencioso. Respiro con dificultad, doloridos todos y cada uno de mis huesos, sediento y confuso a consecuencia de este extraño acontecimiento que me ha conducido hasta aquí. Grito en la semioscuridad de esta celda de tela, increpo al individuo que sin duda guía la bestia y del que sólo logro oír sus parcas interjecciones para encaminar al animal. Huelo a burro o a mula. Me desespero, en fin. Sólo recuerdo el golpe en la nuca, la conmoción y el despertar en el estado y situación en que me encuentro. Soy miembro del cuarteto músico-vocal "Los Rancheritos de Guanajuato", grupo de invidentes mariachis especializado en rancheras de vanguardia y corridos hardcore. Nuestra fama nos precede por donde vamos y las polémicas van jalonando nuestro devenir por este proceloso sendero del arte musical de México. Salíamos de nuestro último recital en el Moctezuma City Hall de Aguascalientes, cuando hicimos una parada para comernos unos tamales en una cantina de las afueras de Santa Úrsula Patatxhula, cuya especialidad son los calopes de chinuro, pero también cocinan unos tamales muy, pero que muy chingones, y en eso estábamos cuando al entrar un servidor en los excusados y apoyar mi fagot eléctrico entre el lavabo y el mingitorio de loza, sentí un fuerte golpe en la nuca que me rompió la mera madre. No recuerdo nada más. La humedad que siento ahora en la entrepierna se debe a que acabé orinándome en los pantalones y, como se ha puesto a llover, la humedad se ha equilibrado por todo mi cuerpo. Me pongo a llorar y a llorar. Más y más lágrimas dirigidas a la humedad plena de cuerpo y alma. El golpeteo de los cascos del animal contra las piedras del camino están multiplicados por tres o por cuatro, lo que me hace pensar en más mulas o más burros, y que quizás mis compañeros hayan corrido la misma suerte que yo. Pero no he oído sus gritos ni sus lamentos, quizá estén muertos o todavía inconscientes. ¡Chingada suerte la nuestra!
La comitiva se detiene. La lluvia cesó hace rato. Ahora hace un calor insoportable. Alguien se acerca al saco. Comienza el apaleamiento. Me ovillo como un feto. Recibo cincuenta golpes, lo sé porque mi verdugo los cuenta en voz alta. Me revuelvo sin perder la fetal postura defensiva. Oigo cómo crujen algunos huesos al quebrarse. El dolor anula la capacidad de gritar, el grito ahogado hace el dolor más agudo. La marcha se reanuda. Este laceramiento universal del cuerpo me impide perder la conciencia. ¿A quién beneficia—me pregunto—secuestrar y apalear a un pobre músico ciego ensacado y llevado a lomos de una mula? ¿Adónde me llevan y para qué? Al anochecer, nuevamente oigo contar hasta cincuenta tres veces, pero esta vez el acompañamiento percusivo no lo recibe mi cuerpo, lo que sugiere que Fito, Arsenio y el Gordo Lima se hallan en el mismo infierno. No nos movemos del lugar hasta la amanecida. Así fue nuestro primer día de secuestro y tortura. Llevamos cinco día, llevamos cinco tandas de cincuenta palos diarios, no comemos ni bebemos, ayer sólo pude oír tres serie de palos, es probable que el Gordo Lima no haya resistido más. Mañana o pasado mañana no quedaremos ninguno.
Los corridos y las rancheras son cantos populares mexicanos muy entronizados en la historia reciente de todos los pueblos de este gran país. El mexicano adora a sus intérpretes, a los cantantes y mariachis que los enarbolan por todos los pueblos y ciudades de la República. Reflexionando sobre el estado de la actual y espeluznante situación de Los Rancheritos de Guanajuato, he llegado a la conclusión siguiente: haber intentado introducir ciertas escalas dodecafónicas o ensamblar pasajes de serialidad átona a los estribillos de algunos corridos y rancheras, junto a la sustitución drástica—lo reconozco—de los instrumento tradicionales (violín por secuenciador Moog, trompeta por teremín, guitarra por mi fagot eléctrico y voz solista por carraca tribal de las Islas Mauricio), es probable que haya escandalizado y violentado a ciertos puristas del folclore patrio, y que hayan visto en nuestro trabajo un desprecio y burla a la grande y rica tradición musical mexicana. Si fuera así, bien que lo sentimos.
Pero aquí viene otra ven este pinche joto cabrón hijo de las siete chingadas, seguro que con el palo en la mano y con ganas de contar. Con lo fácil que lo tenía yo en Santa Teresa, a las órdenes de Don Artemio, tan sólo yendo dos diítas a El Paso, y toda la lana del mundo, y todas las chavas de Sinaloa a mis pies, pero no, a mí me tuvo que dar por la música de Stockhausen, Ligeti, Reich y Penderecki. Y así me va, y así me va a ir, porque dos tandas de palos más y me voy pa siempre al carajo.