Esperando a Godot me acordé de un alumno del Liceo Alemán, que se llamaba Otto Föller. No éramos amigos, pero tampoco enemigos, éramos inconstantes en nuestras relaciones de émulos discentes. Yo lo miraba unas once o doce veces al día y él a mí, lo mismo. Nos dirigíamos unas once o doce palabras al día, a veces menos, a veces más.
Esperando a mi amor me acorde de una alumna del Liceo Alemán, que se llamaba Dolores Salman y que nunca llevaba ropa interior, a excepción de unas bragas de organdí coloradas, una combinación de muselina morena, un sostén de su madre y un refajo de corsé con ballenas de aluminio reforzado de una tía abuela putativa suya.
Esperando que la fiebre me bajara recordé al conserje del Liceo Alemán, cuyo nombre me recordaba a los bosques de Boulogne. Se llamaba Bosch Bulong y era un borracho de Baviera afrancesado y masón, de espíritu disipado y maneras de señor (o espíritu señorial y maneras disipadas, no recuerdo bien).
Esperando que mi perro Trütto hiciera sus necesidades, me acordé de la prostituta Lana Munt, que ejercía en la tapia del Liceo Alemán las labores propias de su profesión. Era dulce como la manteca de Oslo y cálida como la cera de los cirios de las iglesias de Minsk.
Esperando a mi camello en la esquina de Lexington con la calle 21, me acordé de un profesor de ética del Liceo Alemán llamado Hans Frogmann, me acordé de su peluca de bucles rojizos, de sus atuendos atrevidos de drag queen procesada, de su llanto avasallado.
Esperando en el corredor de la muerte, me acordé del capellán del Liceo Alemán, el hombre más puro que jamás he conocido, el clérigo más translúcido que pisara los baldosines del Vaticano. Se llamaba Joseph Aloisius Ratzinger.
Esperando a que mi próstata me permita una, aunque sea dolorosa, micción completa, recuerdo al sochantre del coro del Liceo alemán, Ruffino Ucello, timorato musicólogo toscano, expatriado y misógino, que nos deleitaba con su silbo armonioso y agudo, producto de una peculiar conformación labial leporina y una característica bífida de su larga y vibrátil lengua.
Esperando al autobús (guagua) C-4, cuya última parada se localiza en el espacio y en el tiempo después de la penúltima (algo inaudito en una línea circular), me acuerdo con vívido fulgor y exactitud en los detalles del jardín botánico del Liceo Alemán, y de su jardinero, Hugo Timms, aunque quizás no sea tan vívido el fulgor ni tanta la exactitud de estos recuerdos, es más, quizás no hubiera jardín botánico en el Liceo, quizás el señor Timms no fuera jardinero, sino maestro pastelero (Tortemaster) en una novela de Robert Walser.
Esperando bajarme (apearme) de este autobús C-4, concluyo en que me va a resultar imposible hacerlo, no veo las puertas, no hay ventanillas, sólo percibo el traqueteo incesante de las ruedas sobre los viejos adoquines de las calles de esta ciudad alemana fronteriza. ¿Fronteriza? ¿Fronteriza con qué? ¿Alemana? ¿Por qué alemana? En el autobús sólo hay dos personas más: un señor mayor vestido (disfrazado) de Honoré de Balzac cuando joven, y una mujer desnuda de unos treinta años disfrazada de mujer vestida de unos cuarenta y cinco o cincuenta años.
La sensación de estar esperando persiste.
Tan sólo sé dos o tres palabras de alemán.
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