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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



11.10.15

360. El gong de hule


          Eran las 13 horas en el convento y las 11 horas en el refectorio del convento adyacente al primer convento que he mencionado. El libro de horas de Maese Odile iba de mano en mano y de convento en convento como la moneda de valor dudoso que transita igualmente de mano en mano. Las 13 horas del primer convento se ralentizaban (o enlentecían) a medida que las 11 horas en el refectorio del convento adyacente al primer convento se aceleraban. Las horas conventuales divergentes en su dimensión temporal, convergían en cambio, y de manera sorprendente, con otra divergencia, esta de orden espacial, que se traducía en una disposición geográfica alterada, sucesiva, cambiante, de la localización de los edificios religiosos de los que estamos hablando. En el transcurso de un minuto, por ejemplo, el convento primero se desplazaba con respecto al segundo los milímetros suficientes y necesarios para que el convento segundo desviara su veleta con respecto a la veleta del primero, dos coma cinco (2,5) centímetros (cms) o, lo que es lo mismo, 0,33º (cero coma treinta y tres grados). Pero el segundo convento no se movía per se, sino que era el primer convento el que desfasaba su dimensión témporo-espacial en una especie de escándalo libertino ajeno a cualquier metafísica kantiana y no digamos a una lógica euclidiana. De cualquier forma, y como consecuencia de lo dicho, las nubes, que ensombrecían de manera natural el huerto del segundo recinto conventual, ensombrecían, debido al mencionado hecho insólito, ensombrecían, decía, de manera súbita, de pronto,  las acacias de la finca del Marqués de la Asolada, finca adyacente a los dos conventos adyacentes, acacias bajo las cuales, sus hijas (las hijas del Marqués), a la sazón llamadas Felicia y "la Tonta" babeaban de gusto (o placer) con los pellizquillos de los muleros. Esta acrobacia témporo-espacial de los conventos adyacentes hacía de la comarca un entorno favorable a la aparición de fenómenos muy paranormales e incluso esotéricos. Demiurgos de todo pelaje, astrólogos, masones, magos, médiums y brujas diplomadas o cimarronas acudían en tropel al lugar en busca de hitos mágicos que llevarse a sus tristes historias vitales. Abdelaziz, el tunecino, Xing Ping, el pequinés, Kuhn, el renano, Mejías, el gitano, Carminha, la meiga de Porriño, y muchos más acudían el tercer lunes de cada mes a los aledaños de los conventos adyacentes en busca de lo inaudito. Un día de San Nemesio ocurrió lo que reseño a continuación: se apareció San Nemesio con su atuendo de visigodo pobre en el jardincillo del claustro del primero de los conventos. Este San Nemesio aparecido contemplaba extasiado la aparición del mismo San Nemesio (es decir, de él mismo, o sea, de sí mismo) en el jardincillo del claustro del segundo de los adyacentes conventos, que a su vez, y con extasiada contemplación, contemplaba extasiado la aparición de sí mismo en el jardincillo del primero de los conventos. Por entre los arbitroles de la balaustrada se asomaban los demudados y pintorescos rostros de los druidas venidos de todo el orbe para asistir a los extraños acontecimientos que se desarrollaban en la misteriosa comarca. Como pintor de Corte que soy, me hallo a la espera de que aparezca la Reina Madre con su séquito de enanas y su valido, el conde de Saussere. Voy a pintar un gran lienzo en el que dispondré a las enanas como si fueran hipertrofiadas ánforas o botijas de olivas aliñadas alrededor de la Reina metamorfoseada en burra ajada y añosa, mientras al Conde lo pintaré en un segundo plano semihundido en un gran odre de altramuces en salmuera. Como la espera se me hace larga, continuaré leyendo el capítulo XII del libro de horas de Maese Odile, del que no me entero de la misa la media, ya que la versión que de mano en mano va, y que es la que en este momento tengo en mis manos, es en catalán, y yo no sé catalán, aunque de vez en cuando goce mucho haciéndome un repayés. 

10.10.15

359. Mujeres descuartizadas


          Esperando a Godot me acordé de un alumno del Liceo Alemán, que se llamaba Otto Föller. No éramos amigos, pero tampoco enemigos, éramos inconstantes en nuestras relaciones de émulos discentes. Yo lo miraba unas once o doce veces al día y él a mí, lo mismo. Nos dirigíamos unas once o doce palabras al día, a veces menos, a veces más.
          Esperando a mi amor me acorde de una alumna del Liceo Alemán, que se llamaba Dolores Salman y que nunca llevaba ropa interior, a excepción de unas bragas de organdí coloradas, una combinación de muselina morena, un sostén de su madre y un refajo de corsé con ballenas de aluminio reforzado de una tía abuela putativa suya.
          Esperando que la fiebre me bajara recordé al conserje del Liceo Alemán, cuyo nombre me recordaba a los bosques de Boulogne. Se llamaba Bosch Bulong y era un borracho de Baviera afrancesado y masón, de espíritu disipado y maneras de señor (o espíritu señorial y maneras disipadas, no recuerdo bien).
         Esperando que mi perro Trütto hiciera sus necesidades, me acordé de la prostituta Lana Munt, que ejercía en la tapia del Liceo Alemán las labores propias de su profesión. Era dulce como la manteca de Oslo y cálida como la cera de los cirios de las iglesias de Minsk.
        Esperando a mi camello en la esquina de Lexington con la calle 21, me acordé de un profesor de ética del Liceo Alemán llamado Hans Frogmann, me acordé de su peluca de bucles rojizos, de sus atuendos atrevidos de drag queen procesada, de su llanto avasallado.
          Esperando en el corredor de la muerte, me acordé del capellán del Liceo Alemán, el hombre más puro que jamás he conocido, el clérigo más translúcido que pisara los baldosines del Vaticano. Se llamaba Joseph Aloisius Ratzinger.
          Esperando a que mi próstata me permita una, aunque sea dolorosa, micción completa, recuerdo al sochantre del coro del Liceo alemán, Ruffino Ucello, timorato musicólogo toscano, expatriado y misógino, que nos deleitaba con su silbo armonioso y agudo, producto de una peculiar conformación labial leporina y una característica bífida de su larga y vibrátil lengua. 
          Esperando al autobús (guagua) C-4, cuya última parada se localiza en el espacio y en el tiempo después de la penúltima (algo inaudito en una línea circular), me acuerdo con vívido fulgor y exactitud en los detalles del jardín botánico del Liceo Alemán, y de su jardinero, Hugo Timms, aunque quizás no sea tan vívido el fulgor ni tanta la exactitud de estos recuerdos, es más, quizás no hubiera jardín botánico en el Liceo, quizás el señor Timms no fuera jardinero, sino maestro pastelero (Tortemaster) en una novela de Robert Walser.
          Esperando bajarme (apearme) de este autobús C-4, concluyo en que me va a resultar imposible hacerlo, no veo las puertas, no hay ventanillas, sólo percibo el traqueteo incesante de las ruedas sobre los viejos adoquines de las calles de esta ciudad alemana fronteriza. ¿Fronteriza? ¿Fronteriza con qué? ¿Alemana? ¿Por qué alemana? En el autobús sólo hay dos personas más: un señor mayor vestido (disfrazado) de Honoré de Balzac cuando joven, y una mujer desnuda de unos treinta años disfrazada de mujer vestida de unos cuarenta y cinco o cincuenta años. 
          La sensación de estar esperando persiste.
          Tan sólo sé dos o tres palabras de alemán.