Hace días que estoy manchado de muerte. En algún momento tenía que presentarse, y lo ha hecho con todo su cortejo de miserias. Ha dejado sus pequeños montoncitos de excrementos diseminados por salones, desvanes y corazones. Ha llenado de inmundicia feroz los días de este verano impensable que comienza en un ámbito de miasma hospitalaria, de negro zumo de tanatorio, de moscas aviesas como cuervos y lágrimas con tornasoles de yodo.
La muerte ha llegado y ha llegado para quedarse, para permanecer como invitado de piedra, para rayar con sus uñas afiladas y largas el encerado oscuro de nuestras vidas no tan felices, no tan hilvanadas de bellos sucesos como ella cree. Porque la muerte nos conoce poco y nos conoce mal. La muerte piensa siempre en un idioma equivocado y nos cree sabedores de su mala sintaxis, entendedores de sus incomprensibles y pestilentes palabras.
No sé cómo quitarme el hedor que deja en mi piel a su paso. Describe eses en su ominoso andar en una especie de marcha ebria y a la vez reconcentrada, enarbolando en los lóbregos pasillos fosforescentes su encorvada espalda y sus brazos extendidos que te rozan, quieras o no, la mejilla, y te hacen sentir la náusea primigenia, la monstruosidad de haber nacido.
Se dirige desequilibrada y risueña, vaga y tortuosa hacia la cama de tu ser querido, lo acaricia ante ti, le deja caer una baba viscosa y amarilla en su frente, tú gritas hasta el horror, pero tu voz no sale de tu garganta, quieres detener como sea la escena, pero la muerte vuelve lentamente la cabeza, te mira y se lleva uno de sus dedos a los labios oscuros, solamente intuidos, y te conmina al silencio.
Se demora en su proceso, se toma su tiempo, se regodea en el arte de la morosidad, hoy prefiere proceder con extrema lentitud, con profesionalidad exasperante, quiere llevarse a mi padre con el último resuello, quiere extenuarlo, quiere que lo mate el tremendo esfuerzo que le supondría mover tan solo un párpado.