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FUMPAMNUSSES!

¿Qué es Fumpamnusses!?... Fumpamnusses! es todo y es la primera vez. Siempre hay una primera vez. Escribo pues, por primera vez, en algo que tiene que ver con el exabrupto digestivo de un sapo ("Blog") sin saber siquiera lo qué es (me refiero al Blog, aunque en el fondo tampoco sé muy bien lo que es un sapo.) Mi declaración de intenciones espero que sí quede clara: me limitaré a realizar las veces que crea oportuno un ejercicio brusco, continuado y compulsivo de literatura automática, de exorcismo necesario y suficiente de los restos de energía negativa o positiva, qué sé yo, o de encauzamiento de ideas, frases o palabras que mi mente quiera en ese preciso momento que queden reflejadas en este nuevo e inefable invento. Invito, pues, a este ejercicio a todos los interesados en el arte de la improvisación mecánica, maquinal, indecorosa y pueril. No esperen grandes ideas, no espero grandes ideas, sólo el placer de ver concatenadas ciertas imágenes que surgen improvisadamente y en plena libertad, quizás en extrema libertad, esperanzado en que no me suceda algo tan lamentable como aquello que le ocurrió a aquel pequeño electrodoméstico que, de tan libre y tan enamorado como estaba de Sir Douglas H. Silverstone, declaró la independencia de todas las anguilas del mundo y de ciertos huevos de Pascua de los alrededores de Castel Gandolfo.



30.10.17

410. Transversalidades

         

          Estoy como sesgado, es decir, estoy como si estuviera virado (¿varado?) en una corriente alterna de viento feroz y calma chicha dentro de un velero de mi propiedad que no sé ni quiero saber pilotar. Me llamo Alfred, según tengo entendido, al menos así me ha llamado el práctico del puerto llevándose el garfio de su brazo derecho a la sien homolateral: “Buenos días don Alfred”. Dentro del velero hay comida, mucha comida, gran parte de ella descompuesta, grupos móviles de sustancias pastosas que comparten y devoran larvas gigantes, del tamaño de mi sobrino Carles. Como algo por no dejar en entredicho mi compostura y rocío de gasolina la nave por si algún marine estadounidense, algún pescador coreano o alguien destinado a la costa quiere, mediante el lanzamiento de un encendedor Zippo® encendido, prenderle fuego a mi bajel. Me voy confundido y confuso, también confiado y constreñido y algo consternado, todo hay que decirlo, pero más que nada me siento dueño de mi destino y amigo de mis amigas. No soy marinero, aunque por usted, hija de mi vida, lo seré, ya lo creo, yo es que por usted soy capaz de cualquier cosa por muy ilegal que ésta sea. Me veo viejo, mi mujer me lo recuerda a diario entre nuez y nuez, porque (no lo he dicho todavía) yo soy una ardilla (mi mujer obviamente, también). Ella fue ardilla desde siempre, yo antes fui amanuense en la casa de los Riscal durante todo el siglo XVI y parte del XVII, allá en su palacete de Ortañón, en la provincia de Burgos. Fue al morir cuando en la gruta de la Sibila Juana se me presentó la alternativa metempsicótica de reencarnarme en ardilla, en picaporte de retrete en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) o en Landelino Lavilla Alsina. Elegí ardilla por azar, tirando al albur un manuscrito original de Espronceda y otro de Aurelio Pajizo. Así fue. Las ardillas literarias me acogieron con suma alegría y tiernas muestras de conmiseración y cariño, las otras ardillas, no, las otra me acogieron con notable despreció y rotundo menosprecio, claro que yo el despreció y más aún el menosprecio me los paso por el forro de la pelliza de mi tío Tomasín, el de la Marga. "Porque Dios no existe es por lo que existe Dios", me exponía e intentaba razonarme mi tito: "Notable, —decíame— mejor dicho, notabilísimo número de libros expresan palmaria, extenuante, pormenorizadamente la absoluta carencia de pruebas de la existencia divina y, por el contrario, la abundante y abigarrada legión de comprobaciones racionales de la inexistencia de la misma". Bien, lo entiendo, lo entendemos todos, siglos llevamos oyendo lo mismo, hasta el extremo de que la simple fe en la Providencia, la menor de las creencias en un concepto religioso, no digamos teológico, del origen de la vida es considerado propio de mentes poco ilustradas, prerracionales, manipuladas e incultas, expresiones de una pobreza intelectual de base económica, social e incluso racial. Las ardillas somos creyentes, eso es evidente, pero eso no nos da el marchamo para ser fuente de sabiduría y, sabiéndolo, no practicamos el proselitismo en el bosque ni en los parques, claro que no, porque siendo tan creyentes como somos, somos los únicos seres del cosmos que creemos firmemente en la inexistencia de Dios, siendo por ello que su existencia es, por tanto, indudable. Si Dios existiera en verdad, en verdad no existiría, porque su esencia es la inexistencia, por tanto no existiendo nos deja margen suficiente para el desarrollo del ámbito de su comprensión evidente y absoluta. En mi estado de amanuense y en mi estado de ardilla, pues, he acrisolado y aquilatado en mi mente y en mi cuerpo los conceptos desarrollados y por mí asumidos que emanaron de la preclara mente de mi tío Tomasín. Todo lo dicho me conduce a negarme el placer continuamente. Despreció las caricias de Carmencilla y Eulalia, los besos caracoleros de Brigidita, los abrazos de pulpo loco de Maribella y los dulces mordisquitos de Saray, todas ellas ardillas hermosas, jóvenes y picaruelas. Soy fuerte, leal en mi matrimonio y estoico contumaz. No hay consuelo ni suspiros, sólo irritación y dentera por la pérdida consciente de las ganas de vivir, por el sentido del humor despilfarrado en regazos de miel amarga y tugurios de amanecida. Aún era joven, pero morí joven, atropellado por un ciclomotor cuya marca no recuerdo de lo fugaz que fue el trance; y ahora he debido reencarnarme de nuevo, me llaman don Alfred, y mi letra se expresa aún con correcta grafía monacal, sigo comiendo nueces todas las noches, aún dispongo de las regalías suficiente para vivir en alguno de los maestrazgos lindantes, aún domino el arte amatorio de las glosas dirigidas como saetas incendiadas hacia escotes juveniles, y tan solo echaré de menos oír las ventosidades de la señora de Ortañón y la luminiscencia de cometa, acompañada de la risa que nos provocaba, cuando arrimábamos el encendedor Zippo® encendido a sus blandas y blancas nalgas en el momento ventósico de la deflagración rectal.