A Franz Kafka, bueno, a él no, a uno de sus personajes (o sea, a Franz Kafka) le sucedió algo extraño al entrar en su apartamento: dos pelotas de pimpón saltaban juguetonas en mitad de la alfombra del salón. Al dirigirse a su dormitorio para colgar en el perchero la bufanda y el sombrero, las pelotitas le siguieron; al ir a la cocina para hervir las espinacas, las pelotitas fueron tras él; al ir a pagar el alquiler a la patrona que vivía en el segundo, las pelotitas bajaron y subieron las escaleras sin dejar de acompañarlo; le siguieron a la oficina de patentes, le siguieron al Café Kramer, le siguieron a casa de Oskar Treckle, le siguieron a la estafeta de correos donde despachó una postal a Berlín para Alma Bauer y le siguieron de nuevo a casa. Obviamente sólo él las veía, nadie más.
El devenir del cuento no importa, en Kafka nunca importa el devenir, sólo importa la impronta que deja la realidad dura como el pedernal, que se deja entrever a través de esa otra realidad más tierna y maleable, que es la que nuestra unidimensionalidad nos permite percibir. Pero—no se engañen—ambas realidades son estrictamente verdaderas.
Es por ello que frente a la imagen de la madre amamantando a su bebé en el banco del parque puede entreverse a un tallador de jaspe de Teherán que llora y es consolado por su hija asmática. Todo es cuestión de concentrarse un poco más, y quién sabe si detrás del tallador de jaspe no hay o habrá un atardecer en un cementerio de Sinaloa, y detrás del cementerio no percibiremos un crimen poco pasional, o incluso superfluo en un barrio de Múnich.
El devenir del cuento no importa, en Kafka nunca importa el devenir, sólo importa la impronta que deja la realidad dura como el pedernal, que se deja entrever a través de esa otra realidad más tierna y maleable, que es la que nuestra unidimensionalidad nos permite percibir. Pero—no se engañen—ambas realidades son estrictamente verdaderas.
Es por ello que frente a la imagen de la madre amamantando a su bebé en el banco del parque puede entreverse a un tallador de jaspe de Teherán que llora y es consolado por su hija asmática. Todo es cuestión de concentrarse un poco más, y quién sabe si detrás del tallador de jaspe no hay o habrá un atardecer en un cementerio de Sinaloa, y detrás del cementerio no percibiremos un crimen poco pasional, o incluso superfluo en un barrio de Múnich.
Pero volviendo a las pelotitas de pimpón todo hace pensar que la escena alarmaría sobre manera a nuestro personaje. Pero no fue así. Las saltarinas esferas de celuloide le dejaban indiferente, se acostumbró a su presencia como el búho a la noche, y aunque no revelaré el desarrollo y desenlace del cuento, sí diré que esa presencia anómala de sucesos extraño a nuestro alrededor, aunque creamos que somos la única persona en percibirlos, no es así. Alguien habrá concentrado en cierto lugar, alguien habrá entreviendo a través de A lo que ocurre en B, o incluso en C. Subrayo tan solo, que somos entes translúcidos y que nuestra vida es como una gasa brumosa que difumina realidades escondidas, objetos, hechos y manifestaciones de la materia o el espíritu que surgen diáfanos a ciertas miradas, cuando el hombre deviene en poeta y la vida toma conciencia de lo que realmente es: una simple metáfora.