Querida Beatriz:
Ha transcurrido un número encantado de años desde la última vez que once alondras enloquecidas se posaron en las almenas erizadas de encaje de Holanda de su escote generoso y nacarino, ¿o el encaje era de Siena?, ¿o era de Münster? Mi visión desde el púlpito de la pequeña capilla de la abadía, donde por primera vez contemplé su belleza, no me permitió asegurar con certeza la procedencia del tejido.
Recordará que la homilía quedó truncada, que mis piernas encasulladas temblaron y que mi cuerpo se derrumbó y rodó por la escalera de travertino mármol hasta quedar, sin sentido, a los pies de la asaeteada imagen polícroma de San Sebastián, nuestro patrón y mártir.
Los motivos de esta carta, de este atrevimiento sin par, pertenecen al mundo abstracto de los sentimientos, de las pasiones que al hombre mecen y aun desbocan por los inhóspitos parajes de la incertidumbre y la desesperación, del anhelo bienintencionado o el deseo más abrasador. Y, aunque el pubis se me fracturó en la caída por cuatro sitios diferentes, y, aunque soy sacerdote con sagrados votos de castidad, pobreza y obediencia jurados ante Dios para toda la eternidad, quiero que sepa, adorada Beatriz, que tras esfuerzos sin límite, tras múltiples vicisitudes, tras ímprobos denuedos del alma, innumerables investigaciones y correrías por dehesas, pantanos, bosques, ciénagas y valles, logré capturar las once alondras que se posaron inocentes en su escote de nácar velado de níveo encaje (¿de Holanda, de Siena, de Münster?) aquel aciago o venturoso día, según se mire, en el que su belleza disparó sus flechas, hiriendo mi corazón y haciéndome caer a los pies de San Sebastián. Yo, como él, malherido por saetas, las suyas de muerte y odio, las mías de amor y vida.
Tuve que aprender durante largos y tediosos años el idiomas de las alondras, que es idioma enrevesado, compuesto de un sinfín de coloreadas vocales y verbos breves que denotan siempre acciones de tonalidades verdosas, a veces ocres. Pero al fin pude preguntarles si podían recordar cómo era el encaje donde se posaron en aquella capilla el día que la vislumbré desde el púlpito, oh dulce Beatriz.
Y con todos los datos que las simpáticas y efímeras alondras amablemente me proporcionaron pude averiguar sin lugar a error la procedencia y origen de tan sutil labor de hilatura, que no era ni Holanda, ni Siena ni Münster, sino que provenía de una humilde manufactura textil de Lieja, regida por una pareja de judíos expulsados de Toledo y que se hicieron con un cierto renombre por la calidad de sus materiales y la originalidad y excelencia de sus diseños.
Este descubrimiento, que para usted, celestial Beatriz, no significará nada, es para mí un bálsamo de felicidad, que ha adormecido en parte el terebrante dolor que en mi pubis producen de manera casi continua las muy mal consolidadas fracturas que provocó en él la caída por las escaleras del púlpito aquel mal o bienaventurado día en que mis ojos se posaron en usted, oh mi amada Beatriz.