El tiempo, esa dimensión ensimismada entre la nada y el todo; el tiempo, que surge como el relámpago en la mente de un niño, para nunca marchar, para quedar en él, indeleble, como la primera imagen nítida, como la primera palabra con sentido, como el primer afecto materno, como el dolor primero. El tiempo, que se cuela por entre los visillos de la memoria y que se mete en todas partes persiguiendo nuestros pasos, nuestros ecos, nuestros recuerdos más precoces y nuestros venideros anhelos. Es la pura esclavitud a sus dictados la que anuncia la derrota, ya de antemano vencidos como versos desgajados de un poema; así vamos a su socaire, dilapidando júbilos y dichas y malgastando su esencia. En enjambres de preguntas sin respuestas nos acogemos y simulamos lo que no sabemos, y lloramos las dudas, y lamentamos las risas ajenas y la propia alegría de las certezas. El tiempo como abrigo en una canícula espectral, el tiempo que nos sobra y del que no podemos deshacernos porque forma parte de nosotros; el tiempo, nuestra coraza, nuestra piel y nuestros ojos. El tiempo embaucador, que viene y va del corazón al cerebro, de los músculos a la boca, que no cesa en su camino veloz y que nos aturde y nos deja anonadados como un niño inquieto con alma de hombre cruel. De su vientre milenario nace toda la confusión que nos rodea, todo el mal y la desidia de la vida, y todo el desorden y el caos del que somos tristemente merecedores. Porque tanto necesitamos su aquiescencia como odiamos su arbitrariedad suprema. Porque nunca nos da nada, pudiendo darlo todo. Manejamos sus hilos como el más borracho de los titiriteros, haciendo que su baile perpetuo enajene todos nuestros deseos y confunda el más simple afecto o la más tierna de las pasiones.
Hace 40 años mi tiempo se paró.
Mientras los demás seguían con su reloj de pulsera puesto.
Mi reloj se paró.
El tiempo, cruel testigo de mi juventud, me abandonó.
Siguió azotando y divirtiendo a todos los demás que, poco a poco, iban alejándose por la playa.
Y en la playa me quedé, asustado y solo.
Me acostumbré al calor y a la sed.
Incluso, a veces, reía en mi quietud de piedra.
Soy un ser adimensional, sin tiempo con el que jugar.
Y aquí sigo en esta playa sin fin.
A veces pienso que estoy muerto.
O, al menos, un poco muerto.